Esa mañana, un sol radiante iluminaba
cada lugar del valle y de la montaña en la que se
encontraban volando, lo que les hacia más fácil
visualizar y elegir a sus presas.
De repente, en pleno vuelo, se les podía
ver en una imagen completamente sublime
cómo iban de un lugar a otro con el mínimo
esfuerzo. En ocasiones, abrían sus alas exten-
diendo en su totalidad sus plumas para elevarse
en espiral y en otras, se les veía plegar las alas
ligeramente para después dejarse caer en picado
sobre sus sorprendidas presas a las que, la
mayoría de las veces, ni siquiera les daba
tiempo de darse cuenta que ¡ban a ser atacadas.
Las dos aves siempre trabajaban en
equipo, usando todo tipo de estrategias para
cazar y así poder alimentarse. Por un lado, se
podía ver a Casiopea, el águila hembra, cómo
despistaba a una oveja mientras que Perseo, el
macho, se dedicaba a cazar a un cordero; o bien,
simplemente, entre los dos asustaban a un ve-
nado para obligarle a correr desconcertado hacia
un acantilado, haciéndole caer irremediable-
mente al vacío. A lo que enseguida, y sin per-
der un instante, una de las dos se abalanzaba ha-
cia la presa como una bala cayendo en picado
rasgando el aire, sintiendo sobre su cara la fuer-
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za del viento y aprehendiéndola con sus poten-
tes garras en plena caída.
Ambas se encontraban en la cima de la
cadena alimenticia, sin tener de qué preocupar-
se, disfrutando del placer que eso les proporcio-
naba gozando de la libertad y la tranquilidad de
las alturas, así como del poder que su realeza les
otorgaba sobre los campos y ríos del valle.
Esa misma mañana, emocionadas comen-
zaron a preparar el lugar donde, en un futuro
muy cercano, criarían a sus polluelos. Habían
elegido las ramas del árbol más alto de una es-
carpada montaña, para prevenir de esa forma el
ataque de cualquier depredador que pudiera
atentar sobre la vida de sus inofensivas crías.
Las dos trabajaban afanosamente durante
todo el día en la construcción del nido, aco-
modando sobre las escasas ramas del árbol, que
le servía de soporte, todo lo que encontraban a
su alrededor.
Casiopea, por primera vez, sintió el des-
pertar de su instinto maternal y se dejó llevar
por él. Llena de emoción, iba a poner sus prime-
ros huevos; los cuales pensaba que mas adelan-
te se convertirían en majestuosas águilas. En el
nido, la hembra acomodaba las ramas sin cesar,
para preparar de la mejor manera lo que sería su
hogar durante los siguientes meses.