El libro de la abundancia.

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About This Presentation

El libro de la abundancia. La sociedad de las indias electrónicas


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Índice de Contenidos
Autoría y declaración de devolución al dominio público
Qué puedes hacer con este libro
Qué no puedes hacer con este libro
El libro de la Abundancia
Dedicatorias
El sueño de nuestra especie
Pensar la abundancia
Las bases económicas de la abundancia
El fin de las divisiones productivas
La cultura material de la abundancia
Crear abundancia
El tortuoso camino hacia la abundancia
Economía Directa
Producción P2P
Vivir la abundancia
Compartir
Producir
Organizarse
Comunidad
Contextos y materiales
¿Por qué soñamos con la abundancia?
¿Por qué necesitamos el mito del Progreso?
Abundancia y política
Etíca de la abundancia
¿Cómo representar la abundancia?
Entrevista con Juan Urrutia
Algunas de las lecturas citadas con o sin comillas en este libro
Notas

Autoría y declaración de devolución al dominio público
Este libro fue escrito originalmente por los miembros de la comunidad de las Indias, quienes hacen
devolución de él al Dominio Público.
Qué puedes hacer con este libro
Puedes, sin permiso previo de los autores y editores, copiarlo en cualquier formato o medio,
reproducir parcial o totalmente sus contenidos, vender las copias, utilizar los contenidos para
realizar una obra derivada y, en general, hacer todo aquello que podrías hacer con una obra de un
autor que ha pasado al dominio público.
Qué no puedes hacer con este libro
El paso de una obra al dominio público supone el fin de los derechos económicos del autor sobre
ella, pero no de los derechos morales, que son inextinguibles. No puedes atribuirte su autoría total o
parcial. Si citas el libro o utilizas partes de él para realizar una nueva obra, debes citar expresamente
tanto a los autores como el título y la edición. No puedes utilizar este libro o partes de él para
insultar, injuriar o cometer delitos contra el honor de las personas y en general no puedes utilizarlo
de manera que vulnere los derechos morales de los autores.

El libro de la Abundancia
las Indias
1ª edición, 9 de julio de 2015

Dedicatorias
A Juan Urrutia

El sueño de nuestra especie
Pocas ideas han sido tan poderosas y subversivas como la abundancia. Durante miles de años los
humanos hemos proyectado sobre ella nuestros deseos, nos hemos inspirado en ella para transformar
nuestras formas de organización y la hemos levantado como bandera de un futuro mejor. El fin del
trabajo forzado por la necesidad, la gratuidad de los alimentos y el fin de los conflictos y la
violencia debidos a la escasez, han sido la imagen del mundo que merecería ser vivido para cientos
de generaciones humanas.
En centenares de mitologías por todo el mundo aparece una y otra vez el mito de la «Edad dorada»,
un remoto periodo histórico en el que los humanos, según nos cuenta Hesiodo,
No conocían el trabajo, ni el dolor, ni la cruel vejez; guardaban siempre el vigor de sus pies y
de sus manos, y se encantaban con festines, lejos de todos los males, y morían como se duerme.
Poseían todos los bienes; la tierra fértil producía por si sola en abundancia; y en una
tranquilidad profunda, compartían estas riquezas con la muchedumbre de los demás hombres
irreprochables.
Seguramente por la insistencia de Platón en la ausencia de clases sociales y estado, o tal vez por la
de «Las metamorfosis» de Ovidio en la ausencia de agricultura, se ha interpretado como un
«recuerdo» idealizado de la comunidad primitiva, nómada y dedicada a la caza, la pesca y la
recolección. Pero entre sus muchas versiones no faltan las que sitúan la Edad de Oro en un mundo
agrícola. Y de hecho, hoy, cuando sabemos que posiblemente la sedentarización tuvo un largo
periodo «comunal», cabría datar sus orígenes en una época posterior y ligar el mito a la vindicación
del comunal de las tierras.
En cualquier caso ha sido posiblemente el mito político más influyente de la Antigüedad: al asociar
la abundancia a la ausencia de estado y propiedad, sirvió para presentar las injusticias y miserias de
cada época como fruto de una mítica «caída» de la que la Humanidad se recuperaría aboliendo la
propiedad privada y estado… el programa último de los revolucionarios sociales de todas las
épocas.
Bien sabemos que las primitivas sociedades humanas no conocieron la abundancia. Por el contrario,
el estudio de los últimos grupos y culturas que mantuvieron una economía de caza y recolección, nos
habla de sistemas donde la escasez impone una total supeditación del individuo y sus deseos a la
siempre precaria y difícil supervivencia de la comunidad. Es por eso por lo que el mito de la Edad
de Oro es tan interesante: no habla de una sociedad «más justa», habla de una sociedad de la
abundancia, de una abundancia que solo se pudo intuir brevemente cuando la revolución neolítica
empezó a generar unos excedentes hasta entonces desconocidos, apareció el estado y con él las
primeras obras públicas y la productividad de las sociedades humanas se multiplicó por primera vez.
Curiosamente, aunque hubieran nacido juntos, los ideales sociales igualitarios pronto se divorciarían
del sueño de una sociedad abundante. El primer cristianismo se centrará en el compartir y tendrá ahí
sus destellos de abundancia, pero no podrá imaginar un mundo de amplias necesidades cubiertas para
todos. Sus versiones monásticas y sus corrientes heréticas acentuarán hasta el límite este

igualitarismo de la escasez.
La «revolución» comercial de los siglos X a XIII y el rechazo instintivo de la Iglesia a la primera
burguesía comercial, dispararon con cada vez mayor frecuencia este reflejo cristiano. En un
principio, la Iglesia condena al artesano mercader y al comercio mismo, articulando en teologías de
la pobreza el rechazo a la miseria. Miseria que era producida por la resistencia al cambio de la
nobleza de la que la cúpula de la Iglesia formaba parte.
La Iglesia presentará la Segunda Venida como el paso a la sociedad mesiánica donde, ahíto, «el lobo
pacerá con el cordero». Pasaba así la pelota a un futuro indefinido. Pero cada vez menos estaban por
esperar. Nuevos grupos tratarán de propiciar la llegada de Cristo pasando a vivir en comunidad,
levantando la sociedad igualitaria del Evangelio. A la Iglesia se le van pronto de las manos
valdenses, joaquinistas, fraticellis, begardos, flagelantes… Lo interesante es que del elogio teológico
de la pobreza se convirtió pronto en manos de las clases populares, en reconocimiento identitario (la
comunidad imaginada de «los pobres»). Y esta autoidentidad propiciada involuntariamente por el
mensaje eclesial se transformó rápidamente a su vez en rechazo de la pobreza y vindicación violenta
de la abundancia. La Iglesia respondió pronto con la conversión en orden de los franciscanos (dando
un espacio organizativo interno a la pobreza), la promoción de los dominicos y la creación de la
Inquisición para «reprimir los excesos». Podemos entrever las cuitas y enfrentamientos de estos
«comunismos de la pobreza» con el poder real y papal en «El nombre de la rosa», la novela en la
que Umberto Eco ironizó sobre la izquierda sesentayochista italiana.
Las teologías de la pobreza se proyectarán en la Reforma protestante y eclosionarán en las guerras
campesinas que la seguirán en Alemania. La tensión entre igualitarismo y escasez se hará pronto
evidente: cuando Thomas Munzer intente el establecimiento inmediato del Reino de Dios, haciendo
el trabajo y la propiedad comunal, los resultados serán pobres. Como los anabaptistas hutteritas que
le seguirían y los «diggers» de la revolución inglesa que aparecerán después, todos desconfiarán -en
el caso de los hutteritas hasta nuestros días- de la tecnología y su uso y solo podrán construir
pobrezas compartidas.
Por cierto que podemos explorar este escenario histórico en «Q», otra parábola sobre la izquierda
italiana contemporánea escrita por el grupo de escritores conocido como «Luther Blissett» y luego
como «Wu Ming».
Pero mientras el cristianismo seguía su propia evolución, el desarrollo de las primeras grandes rutas
comerciales y ferias europeas, traerá un nuevo tipo de mito popular que si no fue realmente de
abundancia, al menos fue de opulencia. Aparecen entonces los relatos del «País de la Cucaña» y de
«Schlaraffenland». Cuentos que confluirán a partir de la segunda mitad del siglo XVI con las
historias de riquezas fabulosas que seguirán a la conquista castellana de los imperios azteca e inca,
dando lugar al «país de Jauja» de nuestros relatos infantiles.
Es entonces, ya a mediados del siglo XVI, cuando la Europa popular vuelve a soñar la abundancia
como tal. No deja de resultar significativo que esta abundancia aparezca como un «depósito» o como
un «regalo de la naturaleza». Aunque es una época de acelerado desarrollo tecnológico, las
innovaciones se concentran en la navegación, la guerra y la ingeniería más que en la producción
directa de bienes. Las clases populares entienden la abundancia por tanto como acceso ilimitado a la

satisfacción de las necesidades y los almacenes de una corona cada vez más poderosa, no como el
desarrollo de las capacidades de su trabajo propio trabajo.
Enlaza esta idea además con el mito judío y cristiano del paraíso, un «jardín» donde no es necesario
el trabajo, ni siquiera el de recolección, para saciarse de cuanto uno necesite. Y no hay que olvidar
hasta qué punto estaba extendida la idea y el deseo de que aquellas Indias recién descubiertas en los
primeros viajes transatlánticos, fueran nada más y nada menos que el mismísimo paraíso terrenal.
Este mito llegó a ser tan influyente tras los primeros relatos de Colón que la corona castellana pronto
prohibió a los «impuros de sangre», esto es a los descendientes de musulmanes y judíos conversos,
emigrar a las nuevas tierras del rey. Y de hecho, esta asociación entre las «culturas originarias» y el
Adán libre de pecado, tendrá un largo recorrido, llegando dos siglos más tarde a convertirse en el
«buen salvaje» roussoniano que todavía hoy puede intuirse tras no pocos discursos de exaltación de
la «sabiduría» de los pueblos indígenas.
Este ambiente en los albores de la expansión europea en América daría lugar también, entre las
clases cultas, a un nuevo género político-literario. En 1516 Tomás Moro publica su «Utopía». Utopía
no es el país de la abundancia, es un país democrático y patriarcal organizado como una
confederación de ciudades en las que no existe propiedad privada, pero al retomar la idea del
igualitarismo uniéndola a unas ciertas formas democráticas y sobre todo al bienestar material, tendrá
una tremenda influencia en todo el pensamiento político europeo. Pensamiento que estaba condenado
a volver a encontrarse con la abundancia.
Aunque habrá que esperar a la primera industrialización y a la revolución francesa para que la
abundancia reaparezca. Una vez más, no será de la mano del igualitarismo. En toda la obra de
Baubeuf no hay una sola referencia a la abundancia. La primera referencia no aparecerá en los ricos
debates revolucionarios, sino de manos de un observador externo que relata su época con voz de
profeta. Entre 1790 y 1793 William Blake, «el loco Blake», publica «The Marriage of Heaven and
Hell». Por primera vez la abundancia aparece como el resultado y el objetivo de un proceso
revolucionario
Toda la creación será consumida y aparecerá infinita y sagrada donde ahora se nos presenta
finita y corrupta.
Pero lo realmente interesante es que imagina el paso a la abundancia como el salto a toda una nueva
forma de experiencia humana, radicalmente distinta de la del mundo de la escasez que
Ha encerrado al hombre en si mismo hasta hacerle ver todas las cosas a través de las estrechas
grietas de su caverna
A tal punto entiende que la escasez es alienante en sí misma que imagina el paso a un nuevo mundo
como un cambio en la forma misma que tenemos de sentir y experimentar el mundo:
Esto habrá de pasar por una mejora del disfrute de los sentidos (…) Si las puertas de la
percepción se purificaran, todo aparecería al hombre tal cual es, infinito.
El mundo que sigue inmediatamente al libro de Blake parece apuntar a lo contrario sin embargo. El

mundo vive al tiempo un acelerado proceso de especialización y un incremento sin precedentes de la
renta per capita en los primeros países industriales: Gran Bretaña y EEUU primero y el Noroeste
europeo después. Alrededor de 1800 la producción empieza a crecer más que la población. La
productividad, hasta entonces relativamente estable, se dispara. En este primer momento es
consecuencia de la aplicación de las nuevas tecnologías mecánicas y de organización del trabajo: se
extienden el motor de vapor y el sistema de fábricas. El creciente poderío británico asegura una
cierta libertad de mercado dentro de sus propias fronteras y derriba las barreras comerciales de los
viejos imperios: desde la América española hasta China. El desarrollo económico da paso a una
verdadera eclosión de la ciencia y la tecnología que a su vez impulsan el conocimiento y la
productividad.
El salto productivo es tan grande que todo parece posible. La abundancia parece a la vuelta de la
esquina y por primera vez en la Historia humana, las crisis económicas no son de subproducción,
sino de sobreproducción. Es en ese contexto en el que debemos entender a Marx.
Marx coloca la abundancia al final del proceso histórico, como el resultado necesario de la
evolución de la productividad, que el llama «fuerzas productivas». En su modelo, la Historia de las
sociedades humanas es la historia del desarrollo de sus capacidades productivas y los momentos de
transformación política y social, el resultado de la adaptación de los sistemas políticos y jurídicos a
las necesidades impuestas por esas capacidades, por esas fuerzas, defendidos en cada momento
histórico por una clase social característica y abocada a hacer la revolución. Para Marx la clase de
los trabajadores asalariados era la llamada a «liberar las fuerzas productivas» desatadas por el
capitalismo de las restricciones que les impone el sistema de propiedad privada y estados
nacionales. El resultado, el comunismo, sería una sociedad donde la productividad se desarrollaría
aun más rápidamente, al punto de hacer la abundancia una realidad para el conjunto de la especie.
A pesar del monumental tamaño de su obra, Marx no dejó demasiados textos dedicados a describir
las características de la sociedad de la abundancia. Por lo que nos dejó podemos decir con certeza
que fue el primero en imaginar una sociedad donde el desarrollo de la productividad sería tan alto
que no solo haría posible el fin del trabajo asalariado sino que, como escribe en unas notas de
lectura, podría convertir el trabajo en sí mismo en «una manifestación libre de la vida, un disfrute de
la vida». La idea, que desarrolla en «La ideología alemana» (1845) es que, a partir de cierto
desarrollo de la productividad, la especialización simplemente desaparecería y con ella la
alienación, nuevo nombre de esa restricción de la percepción que ya denunciaba Blake.
La división del trabajo nos brinda ya el primer ejemplo de cómo, mientras los hombres viven en
una sociedad primitiva, mientras se da, por tanto, una separación entre el interés particular y el
interés común, mientras las actividades, por consiguiente, no aparecen divididas
voluntariamente, sino por modo natural, los actos propios del hombre se erigen ante él en un
poder ajeno y hostil, que lo sojuzga, en vez de ser él quien los domine. En efecto, a partir del
momento en que comienza a dividirse el trabajo, cada cual se mueve en un determinado círculo
exclusivo de actividades, que le es impuesto y del que no puede salirse; el hombre es cazador,
pescador, pastor o crítico, y no tiene más remedio que seguir siéndolo, sino quiere verse
privado de los medios de vida; en el comunismo en cambio, cada individuo no tiene acotado un
círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor

le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente
posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar,
por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place,
dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico,
según los casos.
Marx desarrollará la idea de la «apertura de las puertas de la percepción» de Blake y adelantará en
su idea de una sociedad de la abundancia el sueño de las vanguardias artísticas de principios del
siglo XX. La experiencia humana en una sociedad de la abundancia será, en cierta medida, una
experiencia artística.
La concentración exclusiva del talento artístico en individuos únicos y la consiguiente supresión
de estas dotes en la gran masa es una consecuencia de la división del trabajo (…) en todo caso,
en una organización comunista de la sociedad desaparece la inclusión del artista en la limitación
local y nacional, que responde pura y únicamente a la división del trabajo, y la inclusión del
individuo en este determinado arte, de tal modo que sólo haya exclusivamente pintores,
escultores, etc. y ya el nombre mismo expresa con bastante elocuencia la limitación de su
desarrollo profesional y su supeditación a la división del trabajo. En una sociedad comunista,
no habrá pintores, sino, a lo sumo, hombres que, entre otras cosas, se ocupan también de pintar.
En su obra más famosa, «El capital» (1867), apunta que el desarrollo de la productividad que genera
el capitalismo «contribuye a crear tiempo social disponible para el esparcimiento de todos y cada
uno», aunque sea mediante el paro forzoso y que el camino hacia una sociedad de la abundancia, el
desarrollo de la productividad, pasa por «apropiarse» del incrementos de productividad en una
progresiva reducción del tiempo dedicado a producir mercancías:
el tiempo de trabajo necesario se alineará por una parte con las necesidades del individuo
social, mientras que por otro lado asistiremos a un crecimiento tal de las fuerzas productivas
que el ocio aumentará para cada uno, mientras la producción sera calculada en función de la
riqueza de todos. Y por ser la verdadera riqueza, la plena potencia productiva de todos los
individuos, el patrón de medida será entonces no el tiempo de trabajo sino el tiempo disponible
En el mismo libro volverá a esta idea de la sociedad de la abundancia como una sociedad
hiperproductiva en la que las capacidades humanas son tales que no tiene sentido mantener una vida
divida entre entre ocio y trabajo.
En resumen, cae en el sentido que el tiempo de trabajo inmediato no podrá estar siempre
opuesto al tiempo libre, como es el caso en el sistema económico burgués. (…) El tiempo libre
-que es a la vez ocio y actividad superior- transformará naturalmente a su poseedor en un sujeto
diferente, y en tanto que sujeto nuevo entrará en el proceso de la producción inmediata.
Y en una de sus últimas obras, la «Crítica del programa de Gotha» (1875), insistirá en retratar la
sociedad de la abundancia como un estadio de desarrollo socio-económico producto del crecimiento
sostenido de la productividad en el que
habrá desaparecido la avasalladora sujeción de los individuos a la división del trabajo, y con

ella también la oposición entre el trabajo intelectual y el trabajo manual, el trabajo no será ya
sólo medio de vida, sino incluso se habrá convertido en la primera necesidad vital, (y) con el
desarrollo multifacético de los individuos habrán crecido también sus capacidades productivas
y todos los manantiales de la riqueza colectiva fluirán con plenitud
Quedémonos con esa idea de que la abundancia abre un nuevo tipo de experiencia humana, un
«desarrollo multifacético» de cada cuál porque volverá, en el siglo XX como centro de las ideas
sobre la abundancia. Pero de momento subrayemos el énfasis de Marx en las capacidades
productivas. Su yerno, Paul Lafargue, acababa su manifiesto personal, titulado «El derecho a la
pereza», con una simplificación de esta idea:
La máquina es la redentora de la humanidad, el Dios que liberará al hombre de las sórdidas
artes y del trabajo asalariado, el Dios que le dará el ocio y la libertad.
Esta visión de la sociedad de la abundancia como una liberación de la Humanidad hecha posible por
la tecnología no fue exclusiva de Marx y su entorno. Cuando en 1892 Kropotkin publica «La
conquista del pan» enfrenta el discurso Malthusiano que ve imposible un «crecimiento indefinido»
con las mismas ideas de fondo:
el hombre acrecienta su fuerza productiva con mucha más rapidez de lo que él mismo se
multiplica. Cuanto mayor número de hombres hay en un territorio, tanto más rápido es el
progreso de sus fuerzas productoras.
Kropotkin, como Marx, piensa que el capitalismo será sucedido por un periodo transitorio -eso sí,
sin estado- en el que la implantación de una economía desmercantilizada guiada por las necesidades
de las personas a través de la libre confederación, asegurará una «buena vida» a todos y desarrollará
aún más la productividad, hasta el punto de llegar a la abundancia, ese estadio donde los humanos se
dedicarán fundamentalmente a «los elevados placeres de la sabiduría y de la creación artística»:
Pudiendo en adelante concebir la solidaridad, ese inmenso poder que centuplica la energía y las
fuerzas creadoras del hombre, la nueva sociedad marchará a la conquista del porvenir con todo
el vigor de la juventud. Cesando de producir para compradores desconocidos, y buscando en su
mismo seno necesidades y gustos que satisfacer, la sociedad asegurará ampliamente la vida y el
bienestar a cada uno de sus miembros, al mismo tiempo que la satisfacción moral que da el
trabajo libremente elegido y libremente realizado y el goce de poder vivir sin hacerlo a
expensas de la vida de otros. Inspirados en nueva audacia, sostenida por el sentimiento de la
solidaridad, caminarán todos juntos a la conquista de los elevados placeres de la sabiduría y de
la creación artística
Kropotkin, al igual que Marx, piensa que es poco lo que se puede imaginar de una sociedad de la
abundancia: la experiencia humana será tan distinta y lo serán también los relatos que los humanos
harán de la vida, que constantemente se autolimita a plantear formas de organización para el periodo
de transición. Insiste en que la principal tarea para alcanzar la abundancia será reducir el número de
horas de «los trabajos considerados necesarios para vivir», que cifra en un principio en cinco,
conforme se desarrollen las capacidades productivas y se erosione la división del trabajo.

Seguramente la referencia literaria contemporánea más cercana a las comunidades que imagina
Kropotkin, sería la descrita en 1974 por Ursula K. Le Guin en «Los desposeídos». Le Guin nos
muestra una sociedad desmercantilizada, con acendradas libertades individuales e igualitaria, pero -
aunque sea por condicionantes externos- básicamente pobre, con una cierta tensión a la centralización
y sin un crecimiento continuado como el que imaginaba el «Príncipe anarquista». No deja de resultar
interesante, porque Le Guin se acerca al anarquismo no desde la perspectiva de la abundancia, sino
desde la del igualitarismo. Algo parecido a lo que ocurrirá con el que suele ser considerado el
principal heredero intelectual de Kropotkin, Enrico Malatesta. Malatesta, a diferencia de Kropotkin,
no entiende la sociedad futura como el resultado de una posibilidad abierta por el desarrollo del
conocimiento y las capacidades transformadoras de la especie humana en el tiempo. Defiende que la
anarquía es un sistema posible en cualquier momento histórico. Por eso no la asocia ni a la
abundancia ni al desarrollo tecnológico, lo que a su vez le lleva a perder la mirada de una liberación
humana más completa y compleja, aceptando con evidentes necesidades impuestas por la escasez
como la división del trabajo:
Ciertamente en todo compromiso colectivo de gran escala hay necesidad de división del
trabajo, de dirección técnica, administración, etc.
Y es que en la primera mitad del siglo XX, marcada por los desastres rusos y dos guerras mundiales,
el discurso revolucionario e igualitario volverá a separarse del sueño de la abundancia universal. La
confianza en un horizonte de abundancia y su camino -el progreso- estaba ligada en el XIX al sentido
de maravilla ante la ciencia. Pero la ciencia y la tecnología, que se asocian en el siglo XIX a los
sueños de Verne y las vacunas de Pasteur, en el XX lo harán también a la guerra de gases, los
bombardeos de civiles, los mayores genocidios de la Historia y la bomba atómica.
Seguramente por eso la vindicación de la abundancia durante la primera mitad del nuevo siglo no
vino de filósofos cientifistas como Marx ni de científicos filósofos como Kropotkin, sino de la
heterogénea colla de artistas y críticos que formaban «las vanguardias» artísticas, rodeados por la
emergencia de los nuevos movimientos políticos y marcados por las urgencias vitales de una
sociedad abocada a la guerra. Pero sobre todo, son bien conscientes de que, tras la aparición y
masificación de la fotografía, el arte es ante todo un discurso sobre la experiencia humana en un
contexto histórico. En la primera mitad del siglo XX eso significa proponer una sociedad nueva. El
artista pasa de intérprete a profeta.
Lo que estaban adelantando las vanguardias era la importancia del «desarrollo multifacético» del
individuo como rasgo fundamental de cualquier sociedad que se planteara avanzar hacia la
«verdadera abundancia». Un elemento que cobrará cada vez más protagonismo conforme el
desarrollo totalitario del estado soviético y el carácter de su economía se hagan cada vez más
evidentes, pero también conforme el ciclo económico abierto por la segunda posguerra mundial
llegue a su fin.
En 1933, mientras aun están frescos los últimos manifiestos vanguardistas, Herbert Marcuse, un
joven filósofo alemán que había participado de veinteañero en el alzamiento spartakista, se incorpora
al nuevo «Instituto de Estudios Sociales». Edita y comenta los «Manuscritos Económico Filosóficos»
de Marx. Descubre en ellos al «joven Marx» iluminado por la abundancia y la crítica de la
alienación, pero ese mismo año tendrá que dejar el Instituto -que ya empieza a ser conocido como

«Escuela de Frankfurt»- para emigrar a EEUU. Allí trabajará para la maquinaria de guerra y acabará
siendo el jefe de analistas de inteligencia para Europa Central del Departamento de Estado. En 1952,
tras enviudar, comienza una vida como académico que le llevará por algunas de las universidades
más famosas de la Ivy League y le permitirá escribir dos de los libros más influyentes en el
sesentayochismo americano: «Eros y civilización» (1955) y «El hombre unidimensional» (1964).
En el marco de la opulenta y conformista sociedad americana de los cincuenta y sesenta, Marcuse
retoma el viejo argumentario de Marx dejando de lado todo lo que hace a las necesidades materiales
que conforman la «buena vida» que imaginó Kropotkin. Acepta que esa «buena vida» del camino
hacia la abundancia sigue siendo el principal objetivo filosófico para el cambio histórico
Analizado en la condición en que se encuentra en su universo, el hombre parece estar en
posesión de ciertas facultades y poderes que le permitirán llevar una «buena vida», esto es, una
vida que sea, en lo posible, libre del esfuerzo, la dependencia y la fealdad. Alcanzar tal vida es
alcanzar la «vida mejor»: vivir de acuerdo con la esencia de la naturaleza o del hombre.
Pero Marcuse es consciente de que el capitalismo de posguerra está desarrollando la productividad
de un modo que tanto Marx como Kropotkin pensaron solo sería posible tras la revolución. La
«buena vida» del bienestar americano -que pronto tendrá su eco socialdemócrata europeo- produce
un consenso acrítico y desmovilizador demasiado parecido a un totalitarismo difuso y genérico,
como para poder encontrar en él una promesa de verdadera abundancia. Atado a las limitaciones de
la teoría económica marxista, Marcuse se encuentra en una contradicción básica que sus lectores del
mayo francés traducirán en una famosa consigna: «se realista, pide lo imposible»
En su estado más avanzado, la dominación funciona como administración, y en las áreas
superdesarrolladas de consumo de masas, la vida administrada llega a ser la buena vida de la
totalidad, en defensa de la cual se unen los opuestos. Ésta es la forma pura de la dominación.
Recíprocamente, su negación parece ser la forma pura de la negación. Todo contenido parece
reducido a la única petición abstracta del fin de la dominación: única exigencia verdaderamente
revolucionaria y que daría validez a los logros de la civilización industrial. Ante su eficaz
negación por parte del sistema establecido, esta negación aparece bajo la forma políticamente
impotente de la «negación absoluta»: una negación que parece más irrazonable conforme el
sistema establecido desarrolla más su productividad y alivia las cargas de la vida.
Temeroso del desarrollo económico en sí mismo, hace equivaler la abundancia a aquello que le
coloca a Marx en línea con Blake y las vanguardias: el arranque de una nueva sensibilidad, de una
nueva forma de percepción. Emanciparse de la cultura -idea para la que recurre a Freud- y convertir
la vida, como han dicho las vanguardias, en un proyecto artístico, sería un desarrollo más allá de la
racionalidad de las relaciones productivas de hoy.
La sociedad unidimensional avanzada altera la relación entre lo racional y lo irracional.
Contrastado con los aspectos fantásticos y enajenados de su racionalidad, el reino de lo
irracional se convierte en el ámbito de lo realmente racional: de las ideas que pueden
«promover el arte de la vida». Si la sociedad establecida administra toda comunicación normal,
dándole validez o invalidándola de acuerdo con exigencias sociales, los valores ajenos a esas
exigencias quizá no puedan tener otro medio de comunicación que el anormal de la ficción. La

dimensión estética conserva todavía una libertad de expresión que le permite al escritor y al
artista llamar a los hombres y las cosas por su nombre: nombrar lo que de otra manera es
innombrable
El movimiento hacia la abundancia para Marcuse, no puede sino ser un movimiento artístico de
aquellos que se sienten desposeídos, no del bienestar básico, sino de la esperanza de encontrar un
sentido a la vida y el mundo, aquellos que están fuera de una racionalidad económica que Marcuse
entiende perfectamente capaz de perpetuarse, de desconocer todo límite. La idea central en Marcuse
es que el desarrollo del conocimiento y la ciencia ya no nos acercan a la abundancia sino que la
alejan sustituyéndola por el control de un consenso totalitario basado en el bienestar consumista.
Lo interesante es que, no muy lejos de Marcuse y mientras este escribe sus obras más relevantes, un
economista en las antípodas de la economía marxista está sentando las bases para desmontar el
«tapón» teórico al que han llegado los «frankfurtianos».
Kenneth Boulding, el padre de la Teoría General de Sistemas, cuáquero y pacifista, tenía una
espiritualidad muy influida por Teilhard de Chardin. Siguiendo la estela de su maestro será el primer
teórico en incorporar la perspectiva evolucionista al análisis económico.
En oposición radical a Marcuse, Boulding rescata el papel del conocimiento y en «Economic
Development as an Evolutionary System» (1962) le devuelve la centralidad que le permite articular
la relación entre Historia y Naturaleza.
Todo este proceso -el desarrollo económico- puede de hecho ser descrito como un proceso del
crecimiento del conocimiento. Lo que los economistas llaman «capital» no es nada más que el
conocimiento humano impuesto al mundo material. Conocimiento y crecimiento del
conocimiento por tanto son la clave esencial del desarrollo económico. Inversión, sistemas
financieros y organizaciones e instituciones económicas son en cierto sentido solo la maquinaria
a través de la cual el proceso del conocimiento se crea y expresa
En ese marco, lo importante del análisis, como para todo evolucionista influido por Chardin y su
punto omega, es lo que ocurre en el «límite», allá donde nos lleva la tendencia. Para él, el límite, lo
que ocurre en los límites definibles de un sistema, es especialmente importante. Y en el límite, el
punto omega de una economía de mercados perfectos es el fin del problema económico: la
abundancia.
Esa misma lógica del límite le permitirá definir la clave de por qué y cómo el capitalismo de
corporaciones sobreescaladas que amendrenta a Marcuse no es un camino alternativo sin fin, sino
solo un momento más en ese camino hacia la abundancia. En «The Organizational Revolution»
(1953) Boulding ya había dado las herramientas para entender lo que décadas después llamaríamos
crisis de las escalas, modelando cómo las macro-organizaciones, a pesar del desarrollo de la
tecnología de comunicaciones, generan ineficiencias a partir de cierto punto de criticidad que se
trasladan al conjunto de la economía a través de las rigideces de precios, debilitando la capacidad
del mercado para alcanzar equilibrios eficientes y colocando el peso del sistema económico en un
estado al que las macroempresas verán cada vez más como objetivo a capturar, como fuente de las
rentas regulatorias y directas de las que a las finales dependen.

Las décadas finales del siglo XX estarán marcadas por la emergencia de las tecnologías de la
información y las redes distribuidas. Nacidas en principio de la necesidad de reducir las
ineficiencias generadas por la sobreescala, su socialización masiva en los años noventa genera
nuevos fenómenos sociales y hace visibles las primeras ciberculturas que habían madurado desde los
setenta en el cruce de la contracultura libertaria y la exploración tecnológica.
En 2001 Pekka Himanen publica «La ética del hacker y el espíritu de la era de la información». En él
describe la cultura de los desarrolladores de software libre. Un conjunto de valores en el que la idea
de propiedad privada se desvanece, el conocimiento es en sí el principal motor del trabajo y en el
que la separación entre ocio y trabajo parece superada. El mundo hacker se convierte en un mito de
abundancia. Se ve todavía como un islote en medio de un mundo industrial, pero muestra la promesa
de la abundancia al final del mundo que está abriendo Internet.
Pero Himanen no es el único que ha sabido ver la promesa contenida en las nuevas formas culturales.
A finales de los noventa se produce un encuentro imprevisible: Juan Urrutia, discípulo de Boulding y
Marcuse, comienza a trabajar con los ciberpunk con los que luego fundará las Indias.
El primer resultado de aquellas conversaciones será «La lógica de la abundancia» un ensayo que
publica a principios de 2001. En él las redes distribuidas y los efectos red aparecen por primera vez
como fundamento económico de la abundancia.
Urrutia retomará la idea bouldiniana de la importancia del límite y por tanto de la abundancia como
resultado en el límite de un capitalismo limpiado de rentas corporativas en «El capitalismo que
viene», publicado por entregas ente 2003 y 2008. Un nuevo concepto, la disipación de rentas sirve
entonces de eslabón entre los destellos de abundancia que caracterizan la emergencia de las redes
distribuidas y la «economía desmercada» con la que Urrutia ha caracterizado al análisis económico
de una sociedad de la abundancia y que le sirve para abordar en «Aburrimiento, rebeldía y
ciberturbas» (2003) los procesos de formación y cambio de consensos en redes identitarias.
Pero Urrutia no se conforma con tender ese único puente entre los cambios que vive en primera
persona y la sociedad que entrevé como posible. Extiende la ética hacker primero a un «espíritu del
bricoleur» que va mucho más allá del mundo del software relatado por Himanen. Adelanta así en
casi una década los primeros discursos del mundo «maker» y vaticina una creciente
«pluriespecialización» que traduce el «bricoleur» al mundo productivo. En el límite este movimiento
supone el fin de las divisiones productivas y con ellas el «cambio en la percepción» que vimos
arrancar en Blake. Este escenario le lleva a dar una progresiva importancia, a partir de 2014, a la
distinción entre conocimiento -nacido de la necesidad de transformar- y sabiduría -resultado y
objetivo de la «buena vida» que los destellos de abundancia de un nuevo comunitarismo hacen cada
vez más posible.
En paralelo y casi como divulgadores, los indianos publican la «Trilogía de las redes», cuya primera
entrega, «El poder de las redes» pone el acento en la influencia de las topologías de red sobre las
formas de organización social y política a lo largo de la Historia. Esta trilogía publicada entre 2005
y 2010 culminará con «El modo de producción P2P» (2012), un manifiesto que traduce a ejemplos
productivos el modelo de «comunidades identitarias» de Urrutia y su «confederalismo», una idea ya
presente, como vimos, en la sociedad de la abundancia de Kropotkin -quien seguía en esto a

Proudhon- pero también en Hayek. Los indianos recogerán además la idea de Boulding de crisis de
las escalas para explicar la dependencia que las corporaciones tienen de las rentas y explicar la
destrucción simultánea de mercados y estado que caracteriza a la descomposición social que se hace
aun más visible con la crisis abierta en 2008.
Pero lo realmente interesante desde el punto de vista de la «historia de la abundancia», es que, a
partir de la experiencia social del software libre, por primera vez se esboza, más allá de la lógica
kropotkiniana de la transición, un nuevo tipo de ciclo económico, el modo de producción P2P, donde
el capital es sustituido por conocimiento directo y el mercado es complementario, al punto de que, en
el límite, se «extingue». Y lo que no es menos importante, este modelo se liga al presente a través de
las nuevas formas industriales emergentes como la economía directa y a los metabolismos de
generación de conocimiento que aparecen por primera vez en esos años ligados a la superación de la
propiedad intelectual y las instituciones académicas.
Nadie puede todavía presentar «los planos detallados» de una sociedad de la abundancia, pero
nuestro breve recorrido por su imaginación, desde la Edad de Oro a la producción P2P, nos relata
algo sumamente importante. La abundancia no es un sueño nacido de la nada. No es la fantasía de
unos cuantos profetas e iluminados. Expresa el desarrollo del conocimiento y de su instrumentación
en tecnología a lo largo de la Historia.
Conforme los humanos transformábamos más y de forma más efectiva la Naturaleza más aprendíamos
de ella y de nosotros mismos. Y al saber más de nosotros como especie y como parte de ese
metabolismo común, mejores aproximaciones se elaboraban de la misma aspiración, intrínseca a
nuestra naturaleza transformadora, de una vida no secuestrada por la escasez.
Poco importan los «peros» y las descalificaciones que en toda época han hecho de la abundancia y
sus voceros desde el «status quo». La mera imaginación de la abundancia es el primer lugar donde
los humanos nos hemos encontrado a nosotros mismos como tales, como especie y protagonistas del
tiempo y la Naturaleza. Por eso es en el relato de la abundancia donde primero se prescindió de
dioses y seres sobrenaturales. Porque no es que, como pensaba Marx, solo cuando la abundancia sea
la norma la experiencia humana será verdaderamente humana, por el contrario, la experiencia
realmente humana es aquella que se orienta a construirla.

Pensar la abundancia

Las bases económicas de la abundancia
Todos entendemos que existe abundancia cuando se vuelve innecesario dirimir qué se produce y qué
no y sobre todo cuánto acceso a un determinado producto tendrán unas personas u otras.
Por eso resulta intuitivo entender que la abundancia es una cuestión de costes. Todos entendemos que
si producir algo «no cuesta nada», ese algo será abundante. El problema es que resulta difícil pensar
algo cuya producción «no cueste nada» y más aún una sociedad donde «nunca cueste nada» producir
cualquier cosa. Pero la verdad es que no hace falta una situación así para imaginar una sociedad de
abundancia. Solo necesitamos distinguir entre valor y precio por un lado y por otro entre los distintos
tipos de costes de producción.
Como decíamos en el epígrafe anterior, los humanos como especie estamos abocados a transformar
la Naturaleza para sobrevivir. En esa transformación las «cosas» incorporan conocimiento, se
«humanizan» en el momento en que se convierten en productos. Esta incorporación no es otra cosa
que el efecto de la misma transformación, el efecto del trabajo. Es a esto a lo que llamamos valor.
Valor no es precio. El precio es una medida que intenta cuantificar la relación entre distintos
recursos dentro de la escasez general. El valor en cambio, es la medida del trabajo y por tanto del
conocimiento «incorporado» por un objeto o un servicio.
La diferencia entre valor y precio es todo un clásico de la teoría económica. Los primeros
economistas de los siglos XVIII y XIX, «los clásicos», abrazaron teorías del valor-trabajo y
equipararon en sus modelos las diferencias de «trabajo incoporado» a los precios relativos a largo
plazo. A finales del siglo XIX, cuando se formó el corpus de la teoría económica marginalista, el
fundamento filosófico -el valor- se dejó de lado en favor de una explicación eficaz del mecanismo de
precios. Entender bien el mecanismo de precios y la distribución eficiente de recursos escasos no
necesitaba más que entender bien la relación entre demanda y oferta, es decir la medida relativa de la
escasez entre recursos.
En realidad, todo objeto o servicio, en la medida en que es necesariamente un producto, en la medida
en que siempre incorpora trabajo humano, tiene valor, pero solo las mercancías, los productos
escasos que salen al mercado, tienen precio.
Cuando algo se torna abundante deja de tener precio, o mejor dicho, tiene precio cero. Un ejemplo
cercano es el software libre. Evidentemente tiene valor: incorpora conocimiento y sirve a su vez para
producir otros bienes y servicios. También tiene costes: las horas de trabajo que miles de
desarrolladores dedicaron a su elaboración y los ordenadores que usaron para hacerlo, el
mantenimiento de los servidores desde los que cada programa se distribuye, etc. Y sin embargo, su
precio es cero. ¿Por qué? ¿Cómo puede ser que algo con costes tenga un precio nulo aun cuando tiene
una demanda establecida y seguro que habría gente dispuesta a pagar por acceder? ¿Es solo una
donación?
Para responder debemos entender primero en qué consisten los costes. Intuitivamente cuando
pensamos en ellos pensamos en el coste total: cuánto me cuesta producir una determinada cantidad

de copias de algo. En realidad este coste, tiene una parte fija -lo que tengo que gastar sí o sí para
empezar a producir- y una parte variable que es función de la cantidad producida.
Por ejemplo, si quiero hacer azúcar, mi coste fijo será, simplificando, el coste de la máquinas
azucareras, mientras que los costes variables serán la suma de los costes de las horas de trabajo que
dedique, de las toneladas de remolacha que compre y de la electricidad consumida por las máquinas.
El coste fijo, el coste de la máquina de hacer aúucar, no depende de la cantidad que elija producir.
Sin embargo, los costes variables tenderán a crecer conforme produzca más cantidad. Intuitivamente
entendemos que el coste medio, el resultado de dividir los costes totales entre la cantidad producida,
al menos en un primer momento, tenderá a decrecer porque al producir más, la parte del coste fijo
que corresponde a cada taza será más pequeña, pero a partir de cierta cantidad empezaría a
cumplirse la famosa «ley de rendimientos decrecientes» y los costes variarían (tres personas
trabajando en la máquina no producen tres veces más que la primera, sino un poco menos).
Pero aun hay una medida más del coste y especialmente interesante, el coste marginal: el coste extra
en el que incurriría para producir una pequeña cantidad extra de producto. Matemáticamente es la
derivada de la función de costes totales, pero su interés viene de que nos servirá para determinar
cuánto producirá una empresa en un mercado en competencia perfecta.
La competencia perfecta es un modelo que aprenden todos los estudiantes de Economía en su
primer año, en él todas las empresas de una industria producen bienes idénticos, no hay trabas para
que nuevas empresas entren el mercado, tampoco las hay para salir o adquirir tecnologías nuevas y
ninguna empresa tiene poder para determinar el precio por su cuenta. En otras palabras, por
definición ninguno de los sujetos disfruta de rentas, beneficios debidos a algún tipo de
diferenciación o ventaja extramercado.
En realidad, en un modelo así, el precio lo marca la empresa que es capaz de producir a menor coste
y las demás ajustan su producción a ese precio competitivo, que a las finales no es otro que el que
reduce los beneficios extraordinarios -las rentas- a cero. En este modelo, la curva de oferta de las
empresas se construye pensando, para cada precio, hasta dónde querrían producir las distintas
empresas para ese precio.
La respuesta parece de sentido común: como el precio es igual al ingreso que produciría la última
unidad vendida, no querrían producir si el coste marginal fuera mayor que el precio, porque entonces
esa última unidad le costaría más que los ingresos que generaría y reduciría el beneficio total. Pero
si el coste marginal fuera menor que el precio, produciendo un poco más todavía podría ingresar un
poco más y dar un mayor beneficio total. Resultado: la empresa se situará en un máximo de
beneficios totales cuando la cantidad producida iguale coste marginal y precio.
Y así nace uno de los mantras de todo economista: en competencia perfecta, es decir, cuando no
existen rentas, el precio de equilibrio es el coste marginal.
Al introducir el tiempo en este modelo, los estudiantes de economía aprenden que lo previsible a
largo plazo, para cada industria es que las curvas se desplacen a la derecha, es decir, que los precios
a largo plazo bajen. Pero imaginemos que aparecen una serie de tecnologías, de formas de producir,
que llevan a la curva de costes marginales hacia abajo, de modo que, a largo plazo, pudiéramos

pensar en costes marginales iguales a cero.
Si lo pensamos un poco, eso ya ha ocurrido con algunos bienes inmateriales: hasta determinadas
cantidades, que una persona más baje uno de nuestros libros de nuestro servidor no supone ningún
coste extra. El coste marginal de distribuir un libro en dominio público es cero. Y quien dice un libro
dice una copia de la última distribución de Debian.
En mercados como el del software libre estaríamos por tanto dentro del paradigma de la competencia
perfecta: Coste marginal cero y precio cero. El producto habría llegado a un punto en el que la
solución eficiente es el precio cero. Ya no se cambiaría por dinero, ya no sería mercancía: la
desmercantilización habría llegado como producto de la evolución del mercado.
Es una idea sugestiva. Pero vayamos a las críticas.
La primera crítica del ejemplo anterior sería que solo sería cierto para un cierto número de copias,
pero si nuestro servidor pasara cierto punto crítico, tendríamos que incrementar el ancho de banda y
en realidad, si lo viéramos a largo plazo, tendríamos un coste variable creciente y por tanto un coste
marginal positivo.
Pero esto en realidad solo es cierto si solo hay un servidor desde el que descargar el producto. Si lo
compartimos en una red P2P, como las que se crean con el protocolo bittorrent estaríamos en un
escenario radicalmente diferente: cada nueva descarga, cada nuevo usuario, significaría un lugar
posible de descarga más para el siguiente. Cuantas más personas «consumieran», menos le tocaría
aportar a cada uno de los que ya forman parte de la red. No solo estaríamos bien asentados en el
coste marginal cero, en el límite, el coste total soportado por cada uno sería también cero.
Este es solo un ejemplo de la lógica de la abundancia producida por las redes distribuidas. Y a los
efectos red como el descrito, habría que añadirle un elemento más: la drástica reducción de los
costes de transacción que aparece cuando la red social real une comunidades identitarias.

Los costes de transacción son otro concepto de la Teoría económica. Se crearon para explicar por
qué, si los mercados tienden a la eficiencia, la gente no se pone a producir las cosas por su cuenta,
contratando los factores de producción y hasta la coordinación del proceso ad hoc. Es decir, los
costes de transacción son la explicación primaria de la existencia de empresas. Incluyen cosas como
el coste de negociar con proveedores y clientes, los derivados de la necesidad de obtener
información y los de supervisar a proveedores y clientes. Todos ellos tienen que ver con las
asimetrías de información y con la desconfianza entre los sujetos, es esa desconfianza la que hace
racional montar una empresa, es decir una institución, un conjunto de contratos, que va a permanecer
estable en el tiempo.
Pero todos esos costes se disipan dentro de una comunidad real -que por definición es una pequeña
red distribuida- de personas basada en la confianza. La unión en grandes redes distribuidas de
comunidades identitarias solapadas -es decir, que como media cada individuo tendrá más de una
comunidad identitaria- es tanto sobre el papel de los modelos como en la realidad posible que nos ha
avanzado Internet, el «caldo original» donde germina la abundancia por primera vez, aunque sea en
unos pocos ámbitos, a escala masiva.
Otra crítica evidente nos recordaría que «en la vida real», las grandes empresas no viven en
mercados de competencia perfecta, sino acaparando rentas de todo tipo: rentas de posición, rentas
regulatorias…
Pero aquí de nuevo, la emergencia de las arquitecturas distribuidas cambia el juego. La clave esta en
otro concepto economico: la disipación de rentas. La idea es que la unión de redes distribuidas y
globalización erosiona de un modo cada vez más intenso todas las rentas, incluidas las regulatorias
como la propiedad intelectual.
Para entender las causas últimas debemos añadir un factor más: la reducción de las escalas óptimas
de producción, resultado del desarrollo tecnológico. El mismo movimiento de fondo que produce
una verdadera crisis de las escalas hace que cada vez sean necesarias menores inversiones y menos
tiempo para replicar una innovación en cualquier industria, incluidas algunas tan complejas como la
farmacéutica. Por eso incluso las rentas de innovación, el beneficio derivado de crear algo nuevo el
primero y disfrutar de un pequeño monopolio temporal, son cada vez más breves.
Por supuesto, eso no quiere decir que las rentas derivadas de cosas como la legislación de propiedad
intelectual o de las regulaciones «hechas a medida» para oligopolios como el eléctrico hayan
desaparecido o se hayan anulado en la práctica. Solo quiere decir que, de momento, se ven
erosionadas continuamente, en un ciclo inacabable de innovaciones que erosionan rentas, represión
legal y nuevas innovaciones, en el que hemos visto caer ya a las industrias audiovisuales, las
editoriales y hasta la producción de energía, y que a largo plazo parecen reforzar la extensión de

tecnologías y redes cada vez más distribuidas y opacas para el estado.
Los mimbres desde los que pensar una sociedad de la abundancia están ya entre nosotros.
Algunos, como el desarrollo vertiginoso de la productividad o la posibilidad de costes marginales
nulos, ya estaban en los utopistas y los economistas del XIX. Otros, como el papel de la reducción de
escalas, las redes distribuidas y lo comunitario, solo han aparecido con claridad en las últimas tres
décadas.

El fin de las divisiones productivas
La cultura en la que fuimos criados es el producto de milenios de escasez. Por eso nos es más fácil
imaginar una sociedad de la abundancia como negación de buena parte de lo que conocemos y damos
por sentado que como afirmación de un proyecto cuyos elementos están al alcance de nuestra mano.
Sin embargo, el desarrollo sin precedentes de la productividad durante los últimos doscientos años,
la eclosión de las redes distribuidas y las primeras experiencias sociales de abundancia en Internet,
han empezado a mostrar claramente esbozos del mundo posible en el presente. Hoy, imaginar la
sociedad de la abundancia es, en cada vez más campos, llevar el presente, un presente radicalmente
diferente del de los orígenes del industrialismo, al límite.
Un ejemplo especialmente interesante es la división del trabajo. En la Economía clásica, empezando
por Adam Smith y su famoso ejemplo de la producción de alfileres, la especialización se entiende
como parte del esfuerzo social por la mejora de la productividad. Es decir, como parte del camino
hacia la abundancia. Dividir el trabajo en tareas precisas y sustituir a personas por máquinas
conforme el desarrollo tecnológico lo hacía posible, fue el corazón de la revolución industrial que
transformó el mundo entre los siglos XVIII y XX.
De la manufactura a la fábrica robótica, la especialización de tareas no solo revolucionó la
productividad sino que alentó la especialización de saberes, y del mismo modo que nunca se había
podido producir tanto, tampoco nunca antes se había desarrollado tanto el conocimiento.
Pero con el desarrollo de los servicios y la incorporación masiva de las tecnologías de la
información, el conocimiento se convierte en herramienta directa de la producción en una escala
nueva. Los procesos de producción se confunden con los de comercialización y comunicación. Las
empresas comienzan a demandar personas con algo más que una especialidad. Lo que hasta entonces
había estado reservada a ingenieros y unos pocos técnicos, se multiplica por todos los saberes que
las nuevas industrias entienden enlazan sus cada vez más sofisticadas herramientas y productos. En
un principio esta tendencia, a la que Juan Urrutia llamó el pluriespecialismo, aparece sobre todo en
el nuevo sector tecnológico que se consolida desde los setenta.
Pero la industria de la innovación ligada a la informática personal primero y a Internet después, es
una industria muy particular: en EEUU sus pioneros están influidos abiertamente por las lecturas
sesentayochistas de la abundancia, en Europa por una nueva ética del trabajo centrada en el
conocimiento que pronto se expresará en el software libre. En una fecha tan temprana como 1984, el
escritor Bruce Sterling describe en su novela «Islas en la red» el siguiente diálogo lleno de
reminiscencias de los relatos clásicos de la sociedad abundancia:
-¿… una especie de directora de hotel?
-En Rizome no tenemos puestos de trabajo, doctor Razak. Sólo cosas que hacer y personas
que las hacen.
-Mis estimados colegas del Partido de Innovación Popular podrían llamar a esto ineficiente.
-Bueno, nuestra idea de la eficiencia tiene más que ver con la realización personal que con,
hum, las posesiones materiales
-Tengo entendido que un amplio número de empleados de Rizome no trabajan en absoluto.

-Bueno, nos ocupamos de los nuestros. Por supuesto mucha parte de esta actividad se haya
fuera de la economía del dinero. Una economía invisible que no es cuantificable en dólares.
-En ecus, querrá decir
-Sí, lo siento. Como el trabajo del hogar: ustedes no pagan ningún dinero por hacerlo, pero
así es como sobrevive la familia, ¿no? Sólo porque no sea un banco no quiere decir que no
exista. Un inciso, no somos empleados de, sino asociados.
-En otras palabras, su línea de fondo es alegría lúdica antes que beneficio. Han reemplazado
ustedes el trabajo, el humillante espectro de la producción forzada, por una serie de variados
pasatiempos como juegos. Y reemplazado la motivación de la codicia con una red de lazos
sociales, reforzados por una estructura electiva de poder.
-Sí, creo que sí…, si comprendo sus definiciones.
-¿Cuánto tiempo transcurrirá hasta que eliminen enteramente el trabajo?
Lo que hace esta escena especialmente interesante es que el personaje interrogado es miembro de una
comunidad igualitaria transnacional. La intuición de Sterling aúna tecnologías entonces apenas
esbozadas -de hecho en la novela no se usa Internet sino una suerte de híbrido del fax y el correo
electrónico- con la herencia cooperativa y los valores comunitarios ensalzados en el sesentayocho
americano.
La profecía corresponderá en apenas una década con la realidad naciente de la primera industria
ligada a la abundancia: el software libre. Ligadas a ella aparecen las primeras empresas que rompen
con la jerarquización obsesiva de la empresa industrial. Como argumenta en 2000 Pekka Himanen en
su famoso ensayo sobre la ética hacker, en las industrias del conocimiento el trabajo en equipos
autogestionados es, sencillamente, más productivo. Además, en ese momento Internet ya está
reestructurando las formas de relación. Los hackers, acostumbrados a la igualdad en la conversación
y al trabajo en red como iguales, ensayarán formas de organización «planas» basadas en la
conversación entre individuos «pluriespecializados». Además, al calcar redes de relaciones entre
pares que se dan en un espacio conversacional, tenderán a ser transnacionales, limitadas si acaso por
las fronteras de la lengua.
Este incipiente movimiento no quedará en el mundo del software: la consultoría, la edición digital, el
diseño gráfico, y en general todos los servicios que primero pasan a comercializarse directamente a
través de Internet, son el punto de partida natural de estos primeros experimentos de comunidades
transnacionales de pluriespecialistas, pero no su lugar de llegada. El desarrollo de la productividad
y las nuevas formas llegará al mundo industrial en su forma más radical como «economía directa»:
pequeños grupos de amigos diseñan productos, los financian con preventas y crowdsourcing dentro
de comunidades de afinidad, los mandan fabricar en la vieja industria reconvertida en «impresora
3D» y los distribuyen a través de la red.
Como resultado, los trazos de la abundancia aparecen en cada vez más lugares alrededor de nuestra
vida. La tendencia podría resumirse hoy en: pluriespecialismo, transnacionalidad y organización no
jerárquica de la empresa.
Si los llevamos al límite podemos entrever los rasgos principales del trabajo en una sociedad de la
abundancia: desaparecen la especialización obsesiva y con ella las identidades profesionales como

las conocemos; se recupera así el ideal del conocimiento como un todo; en correspondencia, los
grupos de proyecto, formados y motivados por el propio placer de crear y descubrir, no por la
necesidad de ganar un salario, calcan pequeñas comunidades identitarias no jerarquizadas que no
respetan otras fronteras que las de la afinidad de objetivos y medios. Y algo esencialmente nuevo en
lo que profundizaremos más adelante: desaparece la división entre productor y consumidor. Producir
y consumir no son ya dos funciones separadas, se funden en una sola a en la idea de comunidad.
Una sociedad de la abundancia es una sociedad en la que lo productivo no está separado de la
investigación, la conversación y el conocimiento como si fueran mundos distintos y el conocimiento
mismo no está escindido en saberes profesionalizados y mercantilizados. Es una sociedad donde la
comunidad será directamente productiva, sin divisiones.

La cultura material de la abundancia
Los arqueólogos llaman «cultura material» a todos esos objetos que expresan una forma de vida y
por tanto traducen a lo cotidiano la relación que una sociedad tiene con la Naturaleza. Es curioso lo
poco conscientes que somos de ello, pero de la casa del fuego lar a la de «la cocina económica»
media el paso a la era industrial y de ahí a la casa con nevera eléctrica y placa de inducción hay todo
un salto en el desarrollo de la ciencia y la tecnología. La cultura material es la forma en que las
capacidades de transformación y el conocimiento llegan a nuestra vida diaria.
August Bebel, uno de los últimos artesanos gremiales alemanes, padre y teórico de la
socialdemocracia alemana de preguerras, dedicó en 1879 su principal obra a hacer una historia del
lugar ocupado por las mujeres en la evolución de los sistemas económicos, mostrando cómo no eran
las diferencias intelectuales entre los sexos o las ideologías morales las que habían colocado a la
mujer en un papel de verdadera esclavitud doméstica, sino las necesidades de los distintos sistemas
históricos de organización de la producción. Fue la primera obra que abrazaba este tipo de enfoque.
Es difícil ser conscientes hoy de hasta que punto resultó rompedor y tuvo impacto en toda Europa; en
Rusia fue difundido incansablemente por Alexandra Kolontai y en España lo editó por sus propios
medios Emilia Pardo Bazán.
Lo más interesante hoy de «La mujer en el pasado, en el presente y en el porvenir» -reeditado hoy
como «La mujer y el socialismo»- son seguramente los capítulos finales. En ellos Bebel intenta
imaginar una sociedad en la que desaparece el trabajo doméstico como resultado de la aplicación de
la ciencia y la tecnología a las labores cotidianas. Construye por primera vez un imaginario para el
socialismo futuro a partir de lo que en la época son tecnologías punteras, carísimas y prácticamente
inaccesibles.
La cocina equipada con luz y fogones eléctricos es la ideal. ¡Se acabaron el humo, las
quemaduras y los olores desagradables! La cocina parece un taller amueblado con todo tipo de
aplicaciones técnicas y mecánicas que rápidamente realizan las tareas más duras y
desagradables. Vemos los peladores de frutas y patatas, aparatos para quitar pepitas y semillas,
cortadores de carne y mantequilla, molinillos para café y especias, corta hielos, sacacorchos,
sierras de pan y cientos de otras máquinas y aplicaciones, todas eléctricas, que permiten a un
número relativamente pequeño de personas, sin excesivo trabajo, preparar una comida para
cientos de comensales. Y lo mismo es verdad para equipos de limpieza doméstica y hasta para
limpiar platos.
No deja de llamar la atención que, enfrentado a la desnutrición crónica de los obreros y campesinos
europeos de su época, Bebel haya perdido en su mirada sobre el futuro el espíritu hedonista de su
amigo Lafargue. Pero lo que no olvida es que el trabajo doméstico es una actividad productiva, que
la forma social de organizar esa actividad productiva es la que está enclaustrando en un lugar
subalterno a las mujeres de su época y que la clave para su emancipación, como la de toda la
sociedad, está en poner en marcha alternativas, lo que implica generar y aplicar conocimiento.
La preparación de la comida ha de ser llevada a cabo tan científicamente como cualquier otra
actividad humana con el objetivo de hacerla tan ventajosa como sea posible. Esto requiere

conocimiento y equipo adecuados.
Bebel lleva a la cultura material la proyección del desarrollo tecnológico de su época. Pero no puede
imaginar esas tecnologías más que a las escalas en que es viable entonces. Cocina eléctrica… para
cientos de personas; lavavajillas para grandes comedores comunitarios. Esta limitación de la escala,
perfectamente coherente con alguien que imaginaba el socialismo como «el sistema de Correos» le
lleva a postular «la abolición de la cocina privada» como corolario lógico a la de la propiedad
privada.
Para millones de mujeres la cocina privada es una institución extravagante en sus métodos, que
las limita en tareas interminablemente monótonas y les hace perder tiempo, robándoles la salud
y el buen ánimo, una institución que no es sino un objeto de angustia diaria, especialmente
cuando los medios son escasos como lo son en la mayoría de las familias. La abolición de la
cocina privada será la liberación para un sinnúmero de mujeres. La cocina privada es una
institución tan anticuada como el pequeño taller mecánico. Ambos representan una innecesaria e
inútil pérdida de materiales y tiempo de trabajo.
Bebel entiende que el hogar y la producción están ligados por el grado de desarrollo tecnológico y
por tanto comparten una misma lógica de escala, la escala que hace un uso eficiente de los recursos.
En 1879, cuando se publica el libro, esta escala era mucho mayor que hoy, por eso el debate que
abrió se fundió pronto con los movimientos del urbanismo «higienista» -que bebían como el propio
Bebel de la experiencia fourierista de Guisa– y acabó dando lugar a lo que hoy se conoce como
«cohousing».
Y es que Bebel tuvo no pocos seguidores. Todavía en 1901 Lily Braun publicó «Frauenarbeit und
Hauswirtschaft» donde defendía la «Einküchenhaus», el edificio de una sola cocina, como una forma
de liberar a las mujeres obreras del trabajo doméstico. Braun organizó una campaña de donaciones
en la prensa socialdemócrata -un «crowdfunding» muy típico en la época- que le llegó para encargar
planos a un equipo de arquitectos y fundar una sociedad para financiar su construcción, la
«Haushaltsgenossenschaft». Pero nunca consiguió los capitales para pasar a la siguiente fase:
construir el bloque de sesenta viviendas con comedor comunal, guardería y cocina cooperativizada
que, visto hoy, es el primer proyecto de «cohousing» documentado de la Historia.
La reducción de las escalas en las tecnologías domésticas tardaría todavía en llegar. Los primeros
prototipos de cocinas eléctricas para hogar son de los años veinte. Hubo que esperar a la segunda
posguerra mundial para que los primeros modelos de fogones y hornos eléctricos primero y una nube
de nuevos electrodomésticos como los que imaginaba Bebel después, fueran llegando a las casas
trabajadoras. No hizo falta una revolución social para eso, solo el desarrollo tecnológico que
permitió una reducción general de las escalas.
Porque donde Bebel llevaba razón era en que la organización del ocio y el tiempo «reproductivo» de
una sociedad encaminada a la abundancia iba a reflejar las lógicas y la tecnología de la organización
productiva. Pero el tiempo y el desarrollo científico-técnico llevarían la promesa de la abundancia a
un lugar muy lejano de esas grandes fábricas y oficinas de Correos que imaginaba. Con la economía
directa y la producción p2p la alta productividad vuelve al taller y en paralelo podemos imaginar la
abundancia doméstica de nuevo a pequeña escala, mucho más allá del cohousing e incluso de los

destellos comunitaristas de hoy.
De hecho, de lo que nos habla la producción p2p de contenidos culturales en redes distribuidas, un
mundo donde la abundancia pisa ya terreno firme, es de que la diversidad se multiplica en
abundancia. No es que todo sea «larga cola», es que la cola de la distribución de preferencias tiende
a ser mayor que la superficie alrededor de la media. La media tiende a convertirse en poco más que
una referencia.
El mundo de la abundancia, el mundo distribuido y diverso, puede ser imaginado como el opuesto al
de la recentralización. Podemos intuir un mundo transnacional, plurilingüe y comunitario donde la
búsqueda de un hacer significativo para cada uno impregne el diseño de las cosas, y las cosas en vez
de pretender sustituir y compensar las carencias y frustraciones de un modo de trabajar
insatisfactorio, pretendan servir al modo en que cada cual quiera construir su vida.
Por eso, aunque seguramente sea muy pronto para deslindar el fondo de las modas en los primeros
productos de economía directa y la primera producción industrial p2p, parece emerger ya un cierto
patrón. Una corriente de fondo donde el «no logo» y la búsqueda de una estética de lo genérico de
los noventa se ha ido transformando en minimalismo y la vindicación del «diseño honesto». Así que
parece que en el mundo abundante tendríamos una media de objetos «honestamente» funcionales y
una larguísima y potente cola de personalizaciones y estéticas comunitarias.
Lo que sin duda nos aporta la experiencia de las nuevas formas de producción es que conforme nos
aproximarnos a la abundancia, más cerca están entre si producción y consumo. ¿Quiero una
maquinilla de afeitar? La produzco... o participo en la financiación de la que me gusta o, si ninguna
me gusta, la diseño y la propongo a financiación por otros. Cuando para consumir algo haces parte de
su producción, tu relación con los objetos cambia radicalmente: se llenan de significado, son
«desalienantes».
Y es que abundancia en la cultura material significa la posibilidad de reencontrarnos en las cosas que
usamos tanto como nos encontramos a nosotros mismos y encontramos a los demás en su producción.

Crear abundancia

El tortuoso camino hacia la abundancia
Desde hace ya dos décadas raro es el mes en que los periódicos no nos sorprenden con la valoración
supermillonaria de alguna empresa, web o aplicación móvil. Las famosas «rondas de financiación»
de las «start-ups», los «hypes» de la prensa cuando alguna se encamina hacia la salida en bolsa y las
discusiones eternas sobre sus «perdificios» se han convertido en parte del folkrore empresarial y del
runrún mediático. Son en realidad una muestra obscena de las dificultades crecientes del capital para
encontrar un lugar en la producción real. Un síntoma más de la sobre-escala del capital financiero
que en realidad es la cruz de un proceso cuya cara es que nunca estuvimos tan cerca de la
abundancia. Pero eso merece una explicación.
A finales del siglo XIX dos estados, Prusia y Japón, descubrieron un atajo al desarrollo: la
planificación estatal autoritaria. En principio funcionó y funcionó tan bien que las fuerzas políticas
progresistas de la época -la socialdemocracia, una gran parte del liberalismo, el nacionalismo- y
hasta sectores del conservadurismo construyeron sus modelos económicos sobre ella. En el límite, el
estado soviético nacido de las ruinas de Rusia y su imperio tras la guerra civil, intentó por primera
vez la «nacionalización total» de la producción: un sistema planificado y orientado a maximizar la
formación y puesta en actividad de las grandes masas de capital necesarias para crear las
infraestructuras modernas de un continente, alfabetizar a la población y satisfacer sus necesidades
básicas.
Y al principio funcionó. Tanto que se convirtió en la ruta a seguir para gran parte de las colonias
europeas que accedían a la estatalidad y en la fórmula mágica para desarrollar regiones de los países
centrales que habían quedado atrás. Ejemplos cercanos fuera del ámbito de los estados socialistas
serían el tejido industrial desarrollado por el franquismo en Asturias o los planes quinquenales
peronistas. Todo se basaba en alcanzar rápidamente grandes escalas en el uso de capital y nadie
mejor que el estado, a través de empresas públicas o nacionalizadas, para conseguirlo.
En realidad, como apuntarían pronto los teóricos de la burocracia en Europa o Galbraith en EEUU,
las empresas estatales no se diferenciaban tanto de aquello en lo que se habían convertido las
grandes empresas en las economías donde la batuta la llevaba el mercado. El éxito consistía en
conseguir empresas de gran escala, con mucho capital, capaces de importar o generar tecnologías
nuevas, de contratar a decenas de miles de personas y de producir a su vez los bienes industriales
que harían posible aumentar la productividad general del sistema económico.
El problema, como a partir de los cincuenta resultaría claro para economistas como Boulding, es que
pretender el desarrollo, en el límite la abundancia, sobre unidades productivas hiperescaladas es
como intentar llegar al cielo subiendo a un árbol. Al principio parece que irás muy rápido, pero
conforme estás más arriba las ramas son más frágiles y finalmente todo tu esfuerzo -aun estando muy
lejos del objetivo- acaba centrándose en no caer.
Porque cada época tiene un tamaño óptimo de escala que depende de la tecnología y de la dimensión
del mercado. A mejor tecnología menor es el tamaño óptimo para una dimensión dada. A partir de
ese tamaño, las ineficiencias generadas por la propia forma de organización hacen que todo
incremento en el capital o en las personas contratadas, sea contraproducente y el valor producido se

reduzca.
En las primeras etapas del capitalismo en cada lugar, con todas las grandes infraestructuras básicas
por hacer -carreteras, líneas telefónicas, ferrocarriles, saneamientos, etc.- el tamaño óptimo era
realmente gigantesco para los niveles de acumulación de recursos que permitía la economía agraria
precapitalista. Parecía que «a más escala, mayor crecimiento»… pero precisamente porque funcionó,
pronto vendrían los primeros síntomas de crisis.
Cuando a partir de 1955 la URSS empieza a hablar de «coexistencia pacífica» con el bloque
americano, realmente está hablando de «competencia pacífica». En ese momento, el desarrollo
acelerado de la URSS, la extensión de su modelo primero al Este europeo y pronto a buena parte de
los países descolonizados de Asia y Africa e incluso a Cuba, generan la impresión de que las formas
más centralizadas de capitalismo de estado son las dueñas del futuro. Pero pronto, ya a principios de
los sesenta, los números empiezan a no salir. Se le echan las culpas a factores políticos y culturales,
pero el hecho es que el gigantismo empieza a fallar… a ambos lados del telón de acero.
En el Oeste el mercado premiará un cambio de orientación tecnológica: las tecnologías de la
información crecen hasta convertirse en una industria. Están claramente orientadas a mejorar la
gestión, es decir, a reducir las ineficiencias de escala. Pero no basta. Hay que ampliar mercados para
justificar los tamaños ya alcanzados: la «Comunidad Europea» se convierte progresivamente en un
«Mercado Común» y en 1973 se integra una Gran Bretaña a la que ya no basta el mercado
preferencial de sus excolonias.
A partir de la crisis del 73 los números de los países occidentales y los resultados de sus grandes
empresas tampoco dan para ser optimistas. Para los ochenta, la inviabilidad de las empresas
industriales de mayor escala, las públicas, es evidente. La sobre-escala industrial se ha convertido
en un peligro para la supervivencia del mismo estado. Es la época de la «reconversión» en regiones
como Asturias o Flandes y el momento en el que los números del Este europeo -pero también los
cubanos- empiezan a no encajar de ninguna manera.
En EEUU y Gran Bretaña surge la primera respuesta política a la crisis de las escalas: el
neoliberalismo. Básicamente consistirá en una huida hacia delante: se desregulan las finanzas y
aparece la financiarización como forma de homogeneizar y por tanto de ampliar al mercado para un
capital cuyo uso especulativo está creciendo cada vez más conforme es más difícil emplearlo en las
grandes empresas intensivas en capital. El estado re-estructura su relación con las grandes empresas:
aumentan de hecho las rentas que reciben, pero lo harán sobre nuevos ejes: se endurece la legislación
de propiedad intelectual. La gestión y la informatización se convierten en un verdadero «culto» en el
intento de reducir ineficiencias.

Cuando el bloque soviético colapse finalmente, «globalizarse» se convertirá en el nuevo mantra. La
estrategia neoliberal mira al Este y valora el volumen de ampliación de mercados que se hace
posible como un triunfo: habrá reformado el mundo para hacer racionales las dimensiones sobre-
escaladas de sus empresas.
Globalización y globalización de los pequeños
En el camino, ya estamos en los noventa, el desarrollo tecnológico se había acelerado y con él el
tamaño óptimo de empresa se había reducido aun más. Aparecen Internet y las grandes redes de
telefonía móvil, la liberalización reduce drásticamente los costes de transporte tanto de carga como
de personas y empezamos a ver los primeros destellos de abundancia.
Pero en una primera fase, el desmantelamiento de las barreras aduaneras parece que va a favorecer
fundamentalmente a las multinacionales al permitirles reducir tamaño ganando al menos parte de la
eficiencia perdida con la sobre-escala. Es el momento de la «ruptura de las cadenas de valor»: la
producción se divide en fases que se subcontratan a PYMEs de países periféricos. Desde la mirada
de los países desarrollados se trata de una «deslocalización» de la producción y de una verdadera
amenaza a los salarios industriales. Los sindicatos abundarán en la idea de que las empresas cambian
los lugares de producción para poder bajar los salarios. El hecho es que lo que hace que los salarios
sean bajos en las empresas subcontratistas de estos países es que su productividad es, al principio,
menor que la europea y por tanto tienen que compensar la falta de conocimiento y tecnologías
reduciendo otros costes.
Pero eso va a cambiar por dos vías: la primera es que las PYMEs periféricas aprenderán a coordinar
sus propias cadenas sin depender de las marcas de los países centrales aprovechando la reducción
de costes de los transportes y la nueva accesibilidad de los mercados centrales. La segunda es que,
especialmente en el mercado de bienes de consumo, van a beneficiarse de uno de los primeros
productos de la abundancia de despunta: el software libre. El volumen de este último movimiento
sobrepasará en menos de un lustro el montante de toda la ayuda al desarrollo de los países
desarrollados desde la Segunda Guerra Mundial.
El resultado, al que en conjunto se conoce como «globalización de los pequeños» es un aumento
desconocido del comercio mundial y la salida de la pobreza extrema de cientos de millones de
personas, la mayoría de ellos en Asia. En términos cuantitativos el mayor salto hacia la abundancia
de la Historia de la Humanidad. Con ella la productividad de los nuevos países industriales crecerá
de forma sostenida aumentando también los salarios y mejorando las condiciones de vida.
Pero para el capital es un momento difícil. La escala de los protagonistas del cambio es ya
demasiado pequeña y la de los grandes centros financieros demasiado grande, para que los capitales
se puedan invertir de manera eficiente en la nueva economía productiva. El resultado será una huida
especulativa hacia todo lo «commoditizable» que encontrará un techo a partir del 2007. No es
casualidad que la caída de Enron, la empresa que hizo negocio al convertir en «commodities» cosas
como el ancho de banda o la electricidad, precediera por poco a descalabro del sistema financiero
de los países desarrollados, entrampado en unos productos financieros cuya complejidad no era otra
cosa que el resultado de intentar de homogeneizar riesgos más allá de lo razonable.

La crisis más larga de la historia del capitalismo mostró sin embargo el camino de la abundancia.
Mientras el sistema financiero colapsaba el modelo de empresa que había protagonizado la
globalización de los pequeños se estilizaba y universalizaba en lo que John Robb bautizó como
economía directa. La economía directa es el punto de encuentro de los vectores de cambio del
momento: básicamente supone la sustitución, al mayor grado posible del capital financiero necesario
para inmobilizado por el uso comunal libre de conocimiento y del capital necesario para pagar
gastos corrientes por ventas adelantadas que muchas veces toman la forma de «crowd funding» en
plataformas virtuales.
El uso intensivo del software libre convirtió además el ciclo de la producción P2P en un modelo a
seguir para toda una suerte de industrias en las que la reducción de escalas óptimas se hacía evidente
por el impacto de la economía directa. La aparición de impresoras 3D, de los rudimentos de un
hardware libre multipropósito (como Arduino) y la evolución de buena parte del movimiento hacker
hacia lo «maker», marcan a día de hoy un horizonte en el que, más que nunca, podemos hablar del
camino hacia la abundancia no solo en el mundo de los inmateriales, sino en el de producciones
industriales tradicionales.
Más allá de la crisis, vivimos un momento histórico fascinante. Ante nuestros ojos el desarrollo
tecnológico ha reducido el tamaño óptimo de las empresas hasta un nivel que en cada vez más
ocupaciones pueden realizarse eficientemente en un ámbito local o comunitario, incluso distribuirse
globalmente. Muchas de ellas se apoyan en mayor o menor medida en el resultado de un ciclo
productivo de nuevo tipo en el que capital y mercado se resignifican, disipando las rentas y
generando abundancia.
El camino hacia la abundancia no es ya una propuesta ni un sueño utópico. Es un curso real, un
movimiento económico y social que se da en paralelo a la descomposición de las viejas formas y que
nos ofrece una nueva promesa superadora de la escasez, la guerra y el colapso.
Pero como toda promesa de toda época histórica, no está destinada a hacerse realidad, no tiene una
existencia al margen de la voluntad y el hacer de las personas y comunidades reales que han de
convertirla en tiempo presente. Solo es un resultado posible, un horizonte hacia el que avanzar y por
el que luchar. La pregunta que trataremos de responder en las siguientes páginas es cómo.

Economía Directa
Hacia el año 2010, John Robb conocido por sus esfuerzos en el desarrollo teórico de la resiliencia,
decidió hacer una consultoría sobre sí mismo. Se proyectaba como un agente económico y descubrió
que contaba con diferentes recursos que no estaba utilizando. Incorporarlos a su actividad,
contribuiría a disminuir su dependencia de su fuente económica principal -la consultoría. John Robb
diseñó una cesta de actividades, y se concentró en ponerlas en marcha. Pasaba a ser un pequeño
productor agrícola, a alquilar diferentes espacios en su casa, además de vender horas de asesoría
mediante telepresencia, escribir libros y mantener su blog. Empezó a referirse a este fenómemo como
«Economía directa», una fórmula que le permitía distribuir sus ingresos a través de diferentes
actividades, todas ellas desintermediadas.
Si John llegaba a este planteamiento buscando la reinvención de la familia norteamericana como
unidad productiva resistente a las crisis, en las Indias en ese mismo momento comenzábamos a sentar
las bases de la Economía directa como resultado de la aplicación del conocimiento libre y la
disminución de las escalas de producción.
En nuestra mirada la Economía Directa agrupaba a toda una serie de actividades productivas y
comerciales de pequeñísima escala que gracias a Internet estaban ganando un gran alcance con
bajísimas necesidades de financiación. De hecho, la combinación de software y conocimiento libre,
preventas online y «crowdfunding» estaba ahorrando ya a un número creciente de proyectos la
búsqueda de accionistas y créditos. Por otro lado el floreciente mundo de las «apps» para móviles
estaba sirviendo de modelo a todo un nuevo sector de micro PYMEs industriales. Un sector centrado
sobre todo, aunque no únicamente, en la electrónica de consumo, que utilizaba la industria tradicional
como una suerte de gigantesca impresora 3D para fabricar a bajo precio tiradas cada vez más bajas
de todo tipo de productos.
Es decir, la potencia de la Economía directa no reside en la posibilidad de obtener ingresos extras de
bienes de consumo subutilizados (casa, coche, herramientas…), que es el «core» del consumo
colaborativo, sino en las posibilidades que ofrecen las redes, la desintermediación, la
desfinanciarización y la «comodificación» del trabajo industrial para salir al mercado con productos
innovadores teniendo una escala pequeñísima.
La economía directa es la expresión más radical de la reducción de la escala óptima de las empresas.
El desarrollo de las tecnologías a lo largo de las últimas décadas del siglo XX y de lo que llevamos
de siglo XXI ha hecho posible que la fabricación de objetos sofisticados, desde teléfonos móviles a
automóviles eléctricos sea accesible para grupos de personas realmente pequeños. Los cambios que
proyecta son tan radicales como sorprendentes.
En primer lugar, y aunque parezca una obviedad, el que los creadores de un proyecto industrial
consigan financiar su producción sin necesidad de ceder propiedad es una verdadera novedad
histórica. A fin de cuentas, el sistema económico que hemos conocido y habitado durante todo el
tiempo de nuestras vidas se llamaba capitalista porque se consideraba a aquellos que aportaban el
capital como los dueños legítimos de una empresa.

En segundo lugar, si esto es posible no solo es gracias a las ventas adelantadas o las donaciones de
particulares que llegan por Internet. Se debe también a que la gran mayoría de estas empresas utilizan
intensivamente software libre, es decir, se benefician de un capital previo al que acceden libre y
gratuitamente. Lo que sustituye al capital monetario es, en menor medida el valor del propio aporte
creativo y técnico de los emprendedores y en mayor medida, conocimiento previo acumulado bajo
una forma comunal y gratuita.
Dicho de otra forma, en el núcleo de la Economía Directa vemos ya la transformación del capital en
conocimiento libre, la aplicación directa del conocimiento a la producción sin necesidad de ese
mediador, hasta ahora necesario, que era el capital social y el crédito.
Esto es algo más que una feliz coincidencia histórica. La Economía directa es el cambio en los
modos de organización productiva que tienen lugar cuando la escala óptima de producción se acerca
a la dimensión comunitaria. Si miráramos la estructuras de las empresas de la Economía Directa,
encontraríamos que en su mayoría están compuestas por grupos de 6 a 10 personas. Trasladan el
conocimiento que poseen, diseñan y ofertan productos en el mercado. Comunidad de conocimiento
concreto y comunidad de producción tienden a fundirse, mientras el conocimiento acumulado toma
una forma directamente útil, libre y accesible: el comunal.
Antes de entrar en las consecuencias sociales y filosóficas de todo esto, que son importantísimas
desde el punto de vista de la abundancia, es interesante detenernos un minuto para observar cómo las
grandes empresas multinacionales se han unido a este movimiento como forma de paliar las
ineficiencias crecientes de su propia sobre-escala.
En cuanto a productos, es cada vez más habitual habitual escuchar el anuncio de campañas de
preventa o incluso de producción a demanda: minimizan la inversión inicial al tiempo que permiten
probar en el mercado un nuevo producto. Hoy, compañías como Sony, miden rutinariamente el éxito
de nuevas líneas de negocio con segundas marcas en plataformas de «crowd funding», buscando
minimizar incluso el riesgo reputacional de un posible fracaso. El uso de crowdfunding como vía de
capitalización de un proyecto se ha naturalizado.
Otra tendencia creciente en la incorporación de la Economía directa por los gigantes de escala es
realizar ofertas directas de participaciones («DPO» en inglés). Una fórmula que permite a una
empresa suscribir y administrar directamente las participaciones sin recurrir a un intermediario.
Empresas como Ben&Jerry’s la utilizaron como vía de financiación de su expansión en EE.UU y
hacia Europa. La compañía tiene la posibilidad de escoger a quién va dirigida la oferta, pudiendo
por ejemplo ser exclusiva a sus trabajadores y familiares, o a los ciudadanos de la ciudad en la que
tiene su sede. A nivel de desarrollo local, el uso de las DPOs por las empresas abre la posibilidad
de organizar a nivel local sistemas de fondos al que se sumen las empresas locales y en el que los
ciudadanos-inversores tomen participaciones de los negocios. De ese modo, no solo se generarían
fondos para impulsar el desarrollo, también aumentaría el control social y democrático de las
empresas.
Mientras tanto, la oferta de servicios a través de Internet, es aprovechada por profesores de idiomas,
entrenadores personales, terapeutas, nutricionistas… el acceso a los servicios a través de un click se

ha vuelto algo cada vez más frecuente. Internet opera como agente desintermediador entre cliente y
proveedor. Se produce un aumento de la oferta, que incentiva la diferenciación por precio entre los
competidores, pero también anima a innovar en el diseño de servicio o en la experiencia de usuario.
Macroempresas y profesionales son dos caras de la misma moneda. Ambos se benefician de la
reducción de la escala óptima de producción al aproximarse ésta a una dimensión comunitaria. Pero
esto no es, ni de lejos, lo más relevante.
Estamos hablando de pequeños grupos en los que la diferencia entre conocimiento, conocimiento
aplicado y práctica se diluyen. En los que el paso a producción no requiere del capital como algo
externo y superior capaz de reorganizar todo el proceso a su imagen y semejanza. En grupos así, la
división del trabajo y la jerarquía se atenúan como nunca antes en empresas comerciales. La
Economía directa es el lugar natural del «pluriespecialismo».
El punto de convergencia de las tendencias de la Economía directa es la «comunidad productiva»: un
grupo de personas cuyo conocimiento se convierte de forma directa en producción y cuyo proceso de
generación de conocimiento se confunde con el proceso productivo.
Pero más allá, hay todavía más. Un espacio aun más cerca de la abundancia que se alimenta de este
nuevo mundo comunitario: la producción p2p.

Producción P2P
Cuando ahora miramos hacia atrás, parece claro que el modo de producción p2p comenzó a tomar
forma a finales de los noventa, cuando la eclosión de «Linux» convirtió el software libre en un
fenómeno social y productivo de primer orden. En la época, sin embargo, pocos llegaron tan lejos.
La mayoría se quedó en algo que era importante también y que lo liga a la lógica y la ética de la
abundancia: su origen en el movimiento hacker.
Para los hackers el conocimiento es un motivo en si mismo para la producción y en general para la
vida y el trabajo en comunidad. No aprenden para producir más o mejor, producen para saber más.
Como aprender es su móvil, su vida no puede ser dividida entre tiempo de trabajo y tiempo «libre».
Todo el tiempo es libre y por tanto productivo, ya que el hacker defiende el pluriespecialismo como
modo de vida. La libertad es el valor principal, materialización de la autonomía personal y
comunitaria. El hacker no reclama a otros -gobiernos o instituciones- que hagan lo que considera
debe hacerse, lo hace por si mismo directamente. Si reclama algo es que sean retiradas las trabas de
cualquier tipo (monopolios, propiedad intelectual, etc.) que le impiden a él o su comunidad enfrentar
su producción.
En este marco de valores nació la primera gran victoria del software libre: construir un sistema
operativo libre completo, Linux. Nunca más el movimiento hacker sería ya parte del underground. Un
nuevo comunal electrónico aparecía ante los ojos de millones de personas. Pronto, profunda pero
rápidamente, esto cambiaría para siempre a la industria estrella de la década anterior. Pasaría de
unas pocas empresas de gran escala a un sistema de gran alcance con muchos pequeños grupos,
proyectos y empresas que reposaban sobre un único, pero multiforme, diverso y dinámico comunal.
No mucho después el ciclo y la estructura de producción del software libre, aparecería en otro
campos. No por casualidad, la producción de objetos culturales inmateriales -música, literatura y
creación audiovisual- había aprovechado la tecnología p2p antes que otros. Pero por lo mismo había
sufrido también el ataque de las nuevas legislaciones sobre propiedad intelectual azuzadas por la
industria cultural de gran escala.
En este modelo, el centro del ciclo es el comunal de conocimiento: inmaterial, gratuito y de libre uso
por todos. Es la forma característica del capital en la producción entre pares. De este punto de
partida nacen nuevos proyectos. Como no hay autoridad central, pueden ser evoluciones de anteriores
proyectos del comunal -incluso personalizaciones para necesidades concretas- o pretender distintos,
verdaderamente nuevos, objetivos. De esta manera se produce nuevo conocimiento en el proceso de
su materialización y desarrollo.

Cada nuevo aporte se incorpora directamente al comunal, centro de la acumulación p2p, pero
también salen al mercado donde posiblemente aparezca incorporado a servicios de personalización,
producción y mantenimiento vendidos por pequeñas empresas o individuos.
Es importante señalar hasta qué punto mercado y capital se definen en el modo de producción p2p de
modo fundamentalmente distinto al sistema actual. La clave para comprenderlo es el concepto de
«renta». Renta es todo beneficio extraordinario, generado fuera del mercado, a causa del lugar
ocupado por la empresa. Monopolios «naturales» -normalmente generados por la «sobre-escala»-,
monopolios legales (como la propiedad intelectual) y tratos de favor regulatorios son los orígenes
más comunes de rentas empresariales.
Todas estas rentas desaparecen en el ciclo de producción p2p. Como había predicho Juan Urrutia,
sólo una renta permanece: la producida temporalmente por la innovación. Quien crea nuevas
tecnologías o productos tiene un breve tiempo para aprovecharse de su soledad en el mercado antes
de que el paso de los nuevos conocimientos al procomún permita a otros ofrecerlo, «disipando» las
rentas de innovación para sus creadores y comenzando de nuevo el ciclo sin ventajas para nadie.
Como, en el límite, el mercado solo paga el valor del trabajo contenido en los servicios, las
empresas necesitan innovar constantemente para ganar las cortas rentas temporales de las sucesivas
innovaciones. Por eso el modo de producción p2p es una verdadera máquina de producir abundancia,
que acumula bajo la forma de un siempre creciente y universalmente utilizable comunal de

conocimiento. Todo ello sin necesitar un control central, una jerarquía ni organizaciones de gran
escala.
Hablar hace 10 años de diseñar y producir objetos sin ser un capitán de industria, podía sonar a
locura o considerarse un síntoma de exposición continuada a novelas de ciencia ficción. En un mundo
que tras la revolución digital disfrutaba de los primeros destellos de abundancia en bienes
intangibles, la sola idea de producción física llevaba de vuelta a una época que se sentía superada y
limitante; algo que si seguía en funcionamiento era por la pura necesidad de proveer objetos
cotidianos: coches, ordenadores o electrodomésticos de todo tipo.
En 2008 dos equipos, uno en la Universidad de Bath en el Reino Unido, y otro en las Indias,
competían por completar el desarrollo de la «RepRap», una máquina capaz de imprimir objetos al
punto de replicarse a si misma. Pronto los repositorios de conocimiento libre comenzaron a
orientarse también hacia el mundo de la producción. En un primer momento, condicionadas por las
propias máquinas y por los materiales que utilizan proliferaron piezas de pequeño tamaño: figuras y
muñecos para juegos de mesa son los objetos más populares de los primeros repositorios.
Con la «RepRap», se materializaba el primer paso hacia la fábrica en casa. De forma natural, las
impresoras 3D convertían el hardware y el diseño en los aliados naturales del software libre. De
hecho, lo más importante es que el nuevo campo replicaba, para bienes cada vez más cercanos a la
producción industrial, el ciclo de la producción p2p.
No es solo que se esté consolidando un nuevo modo de producir, es que está sostenido en las grandes
tendencias económicas y tecnológicas de nuestra época, a las que, además, impulsa. Porque todo este
comunal inmaterial sostenido sobre Internet, acelerará cada vez más la reducción de la escala óptima
de producción hasta convertir a la impresora 3D en el símbolo de un futuro que se intuye ya de
altísima productividad y bajísima escala.
La posibilidad de utilizar conocimiento libre -con precio de partida cero- reduce sustancialmente el
capital necesario para la puesta en marcha de una empresa. Software, patentes, formación técnica…
partidas que eran sustanciales en el plan de negocio de cualquier PYME de los 90 y que justificaban
buena parte de la inversión, simplemente empiezan a desvanecerse. Una de las principales trabas
para comenzar un proyecto de producción industrial, el capital, disminuye de forma sustancial. Lo
que Marx había pensado como la «trampa» básica del capitalismo -la imposibilidad de convertir
salarios en capital- es cada vez menos un problema. En una época donde las cualificaciones medias
son más altas que lo que habían sido nunca, la sustitución de capital monetario por conocimiento
directo pone al alcance de grupos tan pequeños como una comunidad real producir por si mismos.
Simultáneamente a la reducción de las escalas óptimas de capital, se hacen viables también escalas
de producción menores. Tradicionalmente pequeñas tiradas cargan con costes unitarios más
elevados. Además con poco volumen de producción distribuir se convierte en una pesadilla y las
negociaciones con los canales tradicionales en un imposible. El producto se ve limitado a mercados
de cercanía.
Y aquí es cuando entran en juego Internet y las comunidades virtuales. Al formarse comunidades
conversacionales basadas en estilos de vida y preferencias similares, lo que antes eran «restos

estadísticos» en los estudios de mercado, comienzan a convertirse en grupos de compra. Internet está
sustituyendo escala por alcance. Comienza a hablarse de la «larga cola» y a consolidarse la idea de
que «no hay mercados grandes sino nichos desatendidos». Pronto estas comunidades de usuarios
participan en el diseño y en la conceptualización de los productos, los financiarán en plataformas de
crowdfunding y serán su principal vector de difusión. Estamos todavía en el mundo de la Economía
directa que como vimos se alimenta del software libre y la colaboración en la red. Pero a su vez,
conforme la Economía directa coloniza nuevos mercados, lleva consigo las semillas del paso a la
producción p2p.
Desde el punto de vista de un diseñador o una empresa, un proyecto de economía directa es atractivo
entre otras cosas porque los riesgos se reducen drásticamente. Los distintos mecanismos de ventas
anticipadas y crowdsourcing permiten a los promotores financiar los costes de la primera producción
con práctica garantía de venta.
Desde el punto de vista de un usuario la experiencia de compra se convierte en un descubrimiento,
una historia que compartir con tu entorno. Muchos participan en la financiación de un proyecto por el
puro placer de apoyar la creación de algo bonito o que le resulta de interés. Hace dos décadas
hubiera resultado increíble que alguien decidiera apoyar el lanzamiento empresarial de otro sin
pedirle una participación o aspirar a un reparto de beneficio, pero así es. Se le puede llamar orgullo
de pertenencia, entender la colaboración en un sentido más amplio o voluntad de contribuir al
desarrollo económico. La cuestión de fondo es que la esencia de la financiación de un proyecto
empresarial se ha modificado, de forma tan revolucionaria como la producción misma: ahora, para
centenares de miles de personas tiene que ver con el desarrollo de su identidad y de su comunidad
más que con la rentabilidad monetaria que les ofrezca una microinversión.
Si en la vieja cultura consumista la identidad se definía por el consumo, por lo que uno compraba, en
la Economía directa y en la producción p2p es al revés: ejercer la propia identidad es participar en
la producción. La producción vuelve, por un nuevo camino, al centro de lo que define a las
personas. Al mismo tiempo, la posibilidad de diseñar y producir directamente es más accesible que
nunca y por eso empiezan a surgir comunidades que, tras haber sido «nichos» para las ofertas de
otros, «dan el salto» por si mismas hacia la producción, partiendo del comunal y agregándole nuevas
ideas, mejoras y líneas de producto.
El modo de producción p2p entreabre ya la puerta de una sociedad de la abundancia. Puedes dejar de
ser consumidor. Puedes dejar de ser pasivo y que las cosas que compras definan tu identidad. Puedes
cambiar de bando y producir, implicarte mucho o poco en la producción de otros y disfrutar de lo
creado juntos, desde sacar adelante tu propio diseño a apoyar con una precompra la propuesta de
otros.
No busques en la tienda cuando necesites algo, desde un móvil a una maquinilla de afeitar o un
ordenador para tus sobrinos. Busca proyectos en marcha. ¿No te convence ninguno? Plantea el tuyo,
aprende en la red lo que necesites para hacerlo, encuentra tu comunidad en la búsqueda, hazte dueño
de tu vida y del mundo material que te rodea. Hazte parte de la libertad que permite el nuevo tiempo
en que vivimos. Disfruta la abundancia que se asoma.

Vivir la abundancia

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Nuestro primer abordaje económico de lo que significa la abundancia se basó en su relación con el
coste marginal. Esta perspectiva nos permite entender fenómenos como el compartir o el «consumo
colaborativo» desde un ángulo nuevo.
Pongamos un ejemplo. Un vecino y tú trabajáis en la misma empresa. Tiene coche, así que se ofrece a
compartirlo para ir y venir al trabajo juntos. Un buen día descubrís que otro compañero también vive
en vuestro mismo edificio. El coste extra generado por llevarle a él es inapreciable. A todos los
efectos, cero. Es más, aun podríais pasar de ir tres a ir cuatro, e incluso, de cuatro a cinco, sin que
esos aumentos de las personas que disfrutan el servicio supusieran un aumento de los costes totales.
¿Qué ha pasado? Partíamos de una situación donde solo uno iba al trabajo en coche y hemos pasado a
otra donde todos han obtenido cuanto deseaban del producto «ir al trabajo en coche» y el coste de
hacerlo ha sido nulo. Hemos tenido un destello de abundancia y descubierto en un ejemplo muy
cotidiano y sencillo en qué se traducen los costes marginales nulos.
Pero si lo pensamos detenidamente, en realidad tenemos poco más que una ilusión. Si llegara al
vecindario un compañero más de la empresa, darle el servicio supondría comprar un coche nuevo. Si
dibujamos los costes marginales, tendríamos que son cero entre una y cinco personas, suben -hasta el
precio de un coche- al pasar a seis; vuelven a cero en el paso de seis a siete y seguirán así hasta la
decimo primera persona a la que queramos llevar, momento en el que tendríamos que comprar otro
coche nuevo. Y así seguiría indefinidamente, en el paso de cada múltiplo de cinco al siguiente
tendremos un coste marginal más que relevante.
Es decir, si pensamos en crecer, en abastecer a una comunidad o a una red de cierto tamaño, no
podemos pensar que nos estamos moviendo, ni mucho menos, en un mundo de costes marginales
nulos. Y sobre todo, aunque la ilusión sea funcional para una comunidad pequeña
1
estamos poniendo
el foco en la mera optimización del uso de lo ya existente y lo hemos sacado de lo que
verdaderamente significa la abundancia: el desarrollo de la capacidad transformadora sobre nuestro
entorno hasta el punto de poder satisfacer las necesidades de cada uno.
Es por esto que el consumo colaborativo debería entenderse, sobre todo y más allá de los aumentos
de eficiencia en el consumo, como un elemento de cambio cultural, como la experiencia limitada de
un mundo posible que sin embargo se dirime y se construye en otro lado: la producción.

Producir
Seguramente lo más llamativo de la promesa que dibujan la Economía directa y la producción P2P
para una generación que ha sido separada de la producción por la crisis y la precarización, es el fin
de la figura del consumidor.
No hay mucho que echar de menos. El «consumidor» es un concepto alienado y alienante. Toda la
soberanía que le atribuye al individuo se reduce a elegir entre las opciones de un menú creado por
otros. Todo el ser del consumidor se coloca fuera de la capacidad transformadora de la sociedad en
la que vive. El consumidor elige, no hace ni crea. Está tan deshumanizado como concepto que ni
siquiera sirve para entender mejor la Historia y el cambio histórico. Es tan estéril para entender la
experiencia humana como un parque empresarial para describir la vida en la ciudad.
Una vez se acepta como concepto nuclear de lo social no es de extrañar que la alteridad que plantee
sea igualmente inane y frustrante: rechazo del consumo en sí y por tanto, diversas formas de pobreza
voluntaria y escasez artificial. Siempre con el fondo un miedo radical a la capacidad transformadora
del conocimiento. Un discurso de «auto-odio» a escala de especie. Ni el concepto de «consumidor»
ni el anticonsumismo nos sirven para comprender nuestro mundo y darle forma y futuro.
En el nuevo mundo que vemos emerger todas esas categorías desaparecen. La idea es sencilla: en el
límite, un mundo basado en estos modelos productivos es una sociedad donde una persona normal,
ante una necesidad nueva, responde estudiando qué aportar para producir lo que necesita su
comunidad o su entorno. Este nuevo espacio de responsabilidad individual puede tomar muchas
formas: colaborar en una traducción, documentar un producto, desarrollar código, crear diseños,
hacer planos y fórmulas, aportar mejoras o testar los resultados; tal vez, colaborar en un
crowdfunding o ayudar a difundir un proyecto, tal vez materializar los resultados en un taller o
personalizarlos para otros. Muchas veces, ponerse a aprender en la propia red lo que necesita para
poder esbozar una propuesta, buscar a otros que tienen el conocimiento suficiente para desarrollarla,
armar una conversación con ellos, crear una comunidad alrededor suya.
Quien hace una de estas cosas ya no es un consumidor, es parte directa -en diferentes grados- del
proceso de creación y producción de aquello que va a utilizar. Es parte de una comunidad en la que
establece relaciones humanas, personales, para crear nuevos bienes; lo que hace tiene significado;
aporta y aprende en un marco orientado a resultados. Es un productor que usa lo que produce con
otros. Y esta relación es nueva: es un artesano que ve globalizado su taller por la red y la tecnología.
Lo más opuesto que podemos imaginar a un «consumidor».

Organizarse
En 2002 Alexander Bard y Jan Soderqvist publicaban «Netocracia: la nueva élite del poder y la vida
después del capitalismo». La tesis principal del libro nunca tuvo mayor interés. Al estilo de otros
intentos de dar una fundamentación «al estilo marxista» del anticonsumismo, pretendía argumentar la
superación de las clases sociales originadas en la producción por otras nuevas fundadas en la
relación con el consumo. Burguesía y proletariado mutarían en netocracia y consumariado. Los
netócratas serían aquellos capaces de influir en los grandes consensos que definen los estilos de vida
en la era de las redes. El consumariado estaría formado por las masas pasivas cuya identidad es
definida por los netócratas.
Sin embargo, al estudiar cómo funcionaban las redes conversacionales para argumentar su discurso,
Bard y Soderqvist realizan un descubrimiento importante. Según ellos, en estas comunidades
articuladas como redes distribuidas, «la democracia colapsa»:
Todo actor individual decide sobre sí mismo, pero carece de la capacidad y de la oportunidad
para decidir sobre cualquiera de los demás actores, lo que hace imposible mantener la noción
fundamental de democracia, donde la mayoría decide sobre la minoría cuando se producen
diferencias de opinión.
A este sistema le denominan entonces «plurarquía», y puntualizan que
no es la anarquía. No puedes hacer lo que quieras, te tienes que adaptar a las reglas y leyes del
consenso.
Es esta idea del consenso, la verdadera clave para entender lo que significa la plurarquía y los
matices entre los distintos tipos de comunidades articuladas como redes distribuidas. El consenso
delimita la identidad y la identidad la pertenencia. La plurarquía significa libertad individual total
dentro de la comunidad en tanto el individuo se mueva en los consensos básicos que conforman esa
identidad. Estamos, por ejemplo, en el terreno paradójico que hace a los grupos ácratas establecer la
norma «prohibido prohibir». Más allá de la frontera de la identidad consensual y los valores
compartidos cabe el cambiar de red conversacional o crear una nueva («forkear»).
Es decir, una comunidad real organizada bajo un sistema pluriárquico coincide con lo que Juan
Urrutia definió como «comunidad identitaria», sus consensos, su identidad, son relativamente
estables, e idealmente «a prueba de mutantes»: si alguno de los individuos o nodos de la red
completamente distribuida cambia de naturaleza o la comunidad es infiltrada por unos pocos agentes
individuales de otra comunidad, estos nuevos individuos no cambian los memes sino que se adaptan
a ellos... o se van.
Esta es la característica que hacía que Bard y Sodervisq nos recordaban que plurarquía y anarquía no
son la misma cosa. En plurarquía hay una identidad característica en la red o la comunidad. Y como
vimos, esta identidad es clave en la fundamentación de la abundancia porque reduce drásticamente,
cuando no elimina, la mayor parte de los costes de transacción.

Lo que duele a Bard y a Soderqvist es que la disidencia identitaria pueda significar la pérdida de la
pertenencia comunitaria para el individuo. Y de hecho es algo frecuente. En la práctica, las
comunidades conversacionales, centradas en generar un determinado conocimiento o en elaborar
juegos de valores coherentes, tienden a tener criterios identitarios más precisos y estrictos en el
tiempo, lo que les lleva a «ser menos para ser más» y en el límite conduce a lo que Juan Urrutia ha
definido como el camino de la «individuación por la pertenencia»: el desarrollo de la individualidad
por la pertenencia sucesiva a distintas comunidades a las que una persona se une y va disintiendo a lo
largo de su vida.
Pero lo interesante es que el disenso del individuo frente al consenso comunitario también significa
la pérdida de miembros para el grupo. Por eso, cuando las comunidades incorporan actividades
productivas -desde desarrollar software a producir objetos- esa tendencia empieza a tener un
contrapeso fuerte porque la inclusividad es una necesidad impuesta por la supervivencia.
Detengamonos un momento en esta idea. Partimos en un entorno pluriespecialista donde todos somos
pares por defecto porque, si dejamos de lado la identidad, la escala necesaria para «forkear», para
separarse y crear un clon, es tan pequeña que en realidad, lo que hace viable un fork determinado va
poco más allá de las habilidades personales de sus creadores.
Incluir a cada uno, darle un objetivo y lugar como par, es la única forma de crecer. Y esto es tanto
más drástico cuanto más breve sea el ciclo del producto. Las plataformas de crowdsourcing tienen
más «forks» que los desarrollos de software libre, porque los objetos y el «hardware» tienen menor
tiempo vital que el software, del que se espera una actualización indefinida en el tiempo que exige
una cierta estabilidad comunitaria.
La posibilidad real del «forkeo», prácticamente inexistente en la gran empresa, parece una fragilidad
de este tipo de estructuras, pero en realidad ha de ser vista como una fuente de diversidad e
innovación, como un motor evolutivo. Los «forkeos realmente existentes» no son sino mutantes.
Habrá algunos que ante un cambio en el entorno aportarán algo diferencial y se perpetuarán. Pero, de
entrada, un fork no significa necesariamente una evolución positiva o una mejor adaptación a las
necesidades del entorno. De hecho la mayoría desaparecerá o se enquistará. Pero es que lo
importante no son los forks en si mismos, sino la forma en que las comunidades tratan de evitar que
se produzcan.
Las estrategias más relevantes y comunes son dos: eliminar jerarquías y la tendencia de la comunidad
a aceptar niveles de riesgo más altos de lo usual ante propuestas de sus miembros.
Las consecuencias de esas estrategias representan un cambio sustancial. En primer lugar, porque
significa que las jerarquías gigantescas de la vieja gran empresa y su obsesión por la
especialización, origen de tantas ineficiencias de escala, ya no son necesarias sino
contraproducentes. En segundo lugar, porque aceptar mayores niveles de riesgo con tal de que los
proyectos conserven o incluso atraigan a nuevos miembros valiosos, significa aplicar la lógica
opuesta a la que siempre operó en el viejo cooperativismo industrial, conservador por naturaleza y
fácilmente capturable por «vanguardias» gestoras.

El verdadero motor de la innovacion conforme nos acercamos a la abundancia, son las dos
tendencias opuestas que definen la identidad en las redes pluriárquicas: inclusión y disidencia,
comunitarización e individuación.
Por eso, donde Bard y Sodeqvirst vieron un síntoma de descomposición de la democracia, los
indianos vimos una propiedad emergente característica de las redes distribuidas a las que Juan
Urrutia agregó pronto una consecuencia importantísima: cuando una red se configura como una
plurarquía se hace imposible mantener indefinidamente privilegios o ventajas para un individuo o un
grupo de individuos porque o el consenso corrige la situación o los desfavorecidos abandonarán la
red para unirse a otra o crear una escisión, un «fork». Y así, de un modo u otro, las rentas se
disipan.
La plurarquía es la forma de organización característica de las comunidades orientadas a la
abundancia, ya sean comunidades exclusivamente conversacionales o comunidades que, además,
producen.
Y efectivamente, la plurarquía no solo está en las conversaciones virtuales: aparece como elemento
definitorio en el nuevo cooperativismo tecnológico, en las redes de desarrolladores de software
libre, en los equipos que diseñan productos para la Economía Directa, e incluso, podríamos
interpretar la experiencia del movimiento comunitarista de los últimos treinta años como una
transición de los mecanismos democráticos al consenso como forma hegemónica de toma de
decisiones.
Y esto es relevante además porque cuando aumentamos el alcance de la red social, aparece una
nueva lógica en las relaciones intercomunitarias: la idea confederal. La nueva realidad de la
confederación puede entenderse como el desarrollo intercomunitario de la plurarquía.
La diferencia fundamental entre confederación y federación, como apuntaba Juan Urrutia, apunta ya a
una primacía del consenso propia de la lógica pluriárquica:
En una confederación no hay autoridad última, pero es mejor aceptar esto que tratar de forjar
una artificialmente.
El resultado por tanto es necesariamente asimétrico, una red solapada de compromisos, consensos
temáticos y trazos de identidad compartida que permiten reducir costes de transacción en distintos
momentos y situaciones cambiando de aliados. Es, como vemos en el mundo del software libre o de
la economía directa, un mundo en el que los pares, sin dejar de estar enlazados nunca, se alían
puntualmente en la acción, resultando un tipo de mapa más parecido a una representación dinámica
de la actividad cerebral que a la representación de un bloque comercial o el organigrama de un grupo
industrial. El tejido de relaciones sociales se nos presenta como una mezcla de diversidad y
pluriespecialización cambiante.
Y siguiendo con los resultados conocidos de la teoría económica, Urrutia apunta que
Sabemos que esta diversidad puede que no haga alcanzable el resultado óptimo pero, como en

tantos ejemplos de la Biología, maximiza las posibilidades de supervivencia del conjunto
Es decir, la confederación reinterpretada desde la plurarquía produce un resultado «evolutivamente
resistente», donde el tejido como conjunto tendrá más posibilidades de adaptación y supervivencia
que si hubiera optado por otra forma de organización que homogeneizara a las partes. En un nuevo
sentido, volvemos a aceptar un intercambio de escala por alcance.
Plurarquía y confederalismo comunitario son a la vez resultado e instrumento del camino hacia la
abundancia. Son formas de organización que maximizan la capacidad de evolucionar y sobrevivir del
espacio social abierto por los nuevos óptimos de escala y la emergencia de las redes distribuidas.
Ambos ponen el foco en el verdadero centro de toda esta transformación: la comunidad.

Comunidad
Hemos visto como el proceso en el que se forma un comunal en la producción p2p, el modo en el que
surge un producto en la Economía directa, crea una forma empoderada de comunidad conversacional,
una comunidad de conocimiento orientada al hacer, a traducirse en productos y herramientas
tangibles y nos hemos detenido para entender la forma espontánea de organización de estas
comunidades: la plurarquía, un sistema basado en la identidad dada por los consensos comunitarios.
Todos los productos, en todas las épocas y sistemas, «son portadores de mundos», generan
significados sociales. Lo diferente ahora es que ese significado, esos valores que le dan contenido
social, se hacen evidentes a lo largo del proceso para quienes forman parte de él. La comunidad que
crea algo nuevo tiene un porqué y un cómo discutido hasta la saciedad. La dimensión comunitaria de
las nuevas formas productivas convierte cada nuevo producto es un acto de transformación
consciente de la Naturaleza y del entorno social.
Estamos en las antípodas del consumo orientado por los medios de comunicación de masas y la
adhesión de los recentralizadores de Internet. La expresión pasiva de agrado o rechazo no funciona
en este tipo de relación entre individuo y red. La identidad se construye en opciones y aprendizajes
en la conversación de las redes orientadas al hacer, no como el resultado de una serie de patrones de
compra, no como un molde. La identidad deja de ser algo que los objetos imponen a las personas
para materializarse en los productos como el relato que las comunidades dan a sus creaciones.
Las pequeñas comunidades que están en el origen de la gran mayoría de la economía directa son en
esto básicamente idénticas a las que dinamizan y sostienen las grandes redes en las que se desarrolla
el comunal de la producción p2p y ambas a las comunidades igualitarias y los kibutz consolidados
durante las últimas décadas: comunidades identitarias, plurarquías en acción. Nacen de la
conversación e Internet la ha hecho espontáneamente transnacional. Se da dentro de las fronteras de
una gran lengua global, no dentro de los límites de una ciudad, un estado o grupo de estados. En unos
casos se orienta directamente hacia la creación de un comunal como el software libre, y a su
alrededor, entre los mismos que colaboran para crearlo y difundirlo, se forman pequeños grupos que
venden servicios y proyectos. En otros el proceso es inverso: de las comunidades nacidas en la
conversación se generan pequeñas empresas que revierten sus productos al comunal y pretenden
convertir en modo de ingreso lo que disfrutan ya como modo de vida.
En ambos casos el resultado es el mismo: las grandes redes conversacionales son la matriz de
pequeñas comunidades transnacionales que aportan al comunal, en algunos casos sosteniendo grandes
redes de aprendizaje y conocimiento.
Acostumbrados a la plurarquía en la conversación y al trabajo en red como iguales, estos grupos
transnacionales tenderán de forma natural a organizarse como plurarquías productivas. Si forman
alianzas duraderas con otros grupos similares lo harán como «confederaciones». A estas redes
emergentes, a estas grandes «tribus» productivas y autónomas es a lo que hemos llamado «filés»
(phyles en inglés).
Así que en los nuevos modelos productivos orientados hacia la abundancia, no solo la idea de

comunidad identitaria recobra un protagonismo que no tenía desde la sociedad preindustrial, sino que
con ellos retorna también la práctica de un ideal igualitario. Y es que, como hemos visto al estudiar
la plurarquía, en nuestra época el igualitarismo es resultado de la incorporación directa del
conocimiento a la producción.
Por eso, no es de extrañar que, con cierta frecuencia, algunas de las comunidades de las que estamos
hablando vayan más allá y se orienten hacia la experiencia cotidiana de la abundancia. Porque a las
finales ese «compartirlo todo» resulta la forma de organización más estable para un grupo de
pares organizado como plurarquía.
Aparece entonces un nuevo comunitarismo que conserva el igualitarismo del tradicional poniendo en
común propiedad, consumo y ahorro, pero cuyo horizonte está en otro lado: vivir la abundancia de
las redes y el comunal en todo cuanto puede ofrecer un día.

Contextos y materiales

¿Por qué soñamos con la abundancia?
Desde el origen de nuestra especie, los humanos nos agrupamos para satisfacer las necesidades de
nuestra propia existencia, es decir, para producir todo aquello que hace nuestra supervivencia
posible. Al agruparse en comunidad para producir, los humanos hacen que la esencia de su
organización social sea transformar la Naturaleza. Sin embargo en el curso del tiempo aparece un
nuevo resultado que sobrepasa el objetivo inicial de la mera producción de herramientas y alimentos:
el conocimiento.
Aplicar el conocimiento permite a los humanos que su trabajo produzca cada vez más resultado. El
conocimiento ganado al transformar colectivamente la Naturaleza, es decir al trabajar, se
materializará en nuevas herramientas y maneras de producir: eso que llamamos tecnología. Siendo la
producción un hecho social, colectivo el desarrollo tecnológico impulsará también cambios en la
organización del trabajo que en ciertos momentos pondrán en cuestión las relaciones de poder entre
los distintos grupos de cada organización social.
El conflicto inherente obligará a entender y justificar las alternativas. Es decir, el conocimiento de lo
social aparece como un resultado del cambio impulsado por el conocimiento y la evolución de las
formas de transformar de la Naturaleza a través de la tecnología. Pero mientras el conocimiento
empírico sobre la Naturaleza que se materializa en la ciencia y la tecnología de cada época, expresa
de forma objetiva el poder transformador de la especie en su conjunto, el conocimiento de lo social
estará siempre mediado; pues en la discusión de lo social cada grupo de interés, cada grupo de
poder, entenderá como verdaderos aquellos valores y relatos eficaces para transformar o conservar
las relaciones que están en el origen de sus propios intereses e incertidumbres.
Del mismo modo, toda comunidad tiende a definirse y explicar el mundo, dentro de las condiciones
generales en las que vive, según un relato eficaz a sus objetivos. Por eso, lo que sirve para describir
los orígenes de las grandes corrientes, relatos e ideas movilizadoras del cambio histórico no
necesariamente explica el comportamiento el curso de una comunidad real en la Historia. Los
hutteritas del siglo XVI pueden relatarse como un producto del gigantesco escenario de la política y
los conflictos de clase en la Europa de entonces pero sus descendientes, las comunidades hutteritas
actuales, no pueden explicarse sino como el resultado de la dinámica endógena de una serie de
comunidades reales de descendientes de aquellos, reafirmándose hasta congelarse en un juego de
creencias y tradiciones tremendamente eficaces frente al entorno a lo largo de más de casi quinientos
años.
Comunidades reales e individuos tendemos a definirnos por ideas que en realidad no son sino un
conjunto de respuestas a preguntas que solo en parte hemos elegido hacer y que construimos a partir
de los elementos que tuvimos a nuestra disposición. Tenemos límites en el conocimiento de nuestra
época, en nuestro contexto histórico y en el lugar que ocupamos en la sociedad. Pero también
tenemos autonomía dentro de los límites del desarrollo general del conocimiento y de las relaciones
sociales existentes en cada época.
Una ética de la autonomía, una ética que pueda pretenderse emancipadora para individuos y
comunidades, ha de partir del conocimiento. El conocimiento es el resultado y la herramienta central

de la experiencia humana, nuestro principal arma contra la incertidumbre, el punto de engarce entre
especie y Naturaleza, entre tecnología y sociedad, entre cambio histórico y relaciones sociales. No
se desarrolla en una especie de gran charla abierta y general, sino dentro de unos contextos
determinados, bajo unas reglas y a partir de una determinada identidad entre los que toman parte en
la conversación. Todo conocimiento es, en mayor o menor medida, conocimiento comunitario. Por
eso, la proyección de una ética del conocimiento no es una «política», una teoría del estado, sino una
teoría de las comunidades humanas que explique a partir de ellas las sociedades en las que se
insertan. Mirar el mundo social como un terreno intercomunitario con muchas «verdades» sociales en
juego y muchos tipos de verdad supone asumir el conflicto como algo inevitable, pero también
entender que los marcos de ese conflicto podrán ser, las más de las veces, consensuados.
No disponer de una «Política» en su sentido estricto no significa sin embargo que fundarse sobre una
ética del conocimiento nos condene necesariamente a un relato sin horizonte.
Si transformar la Naturaleza es el verdadero «ser» original de la especie, al que está abocada por la
necesidad de vencer la incertidumbre y la escasez, el desarrollo del conocimiento -que convierte el
tiempo de la especie en tiempo histórico- es el único generador de sentido en el gran macrorelato
de la experiencia humana.
Evidentemente no se trata de un cuento lineal, siempre ascendente ni predeterminado a alcanzar
ningún lugar específico. El conocimiento es un producto de la transformación de la Naturaleza y en
buena medida es dependiente de él. Por eso los periodos, las sociedades o comunidades donde esa
transformación se detiene acaban «olvidando» conocimientos y tecnologías previamente conocidos y
perdiendo habilidades y estructuras complejas hasta volver a economías de subsistencia; las
sociedades que, como algunas tribus todavía hoy existentes, encuentran un frágil «estado
estacionario» en el aislamiento o las comunidades como los Amish o los hutteritas que simplemente
«eligen» no crecer no son más auténticas ni «humanas», sino todo lo contrario, las más
deshumanizantes y alienantes, pues niegan y abortan lo central de la experiencia humana a base de un
sistema social en el que la pasión por el conocimiento y la diversidad sufren un control
necesariamente férreo.
El pensamiento fundado sobre una ética del conocimiento ha de proyectarse no solo en un saber de la
comunidad, sino en una Socioeconomía orientada a la abundancia. Abundancia significa que el
conocimiento se ha desarrollado hasta permitir a la especie transformar y producir hasta hacer
posible la libertad de cada uno de sus miembros. Lo que constriñe la libertad de cada cual en todo
orden social, lo que hace que la constricción algo necesario, es la necesidad de organizarse de
acuerdo con la mejor tecnología posible para vencer la escasez.
Una sociedad de excedentes escasos es una sociedad estratificada y vertebrada por el poder de los
grupos que la gestionan. La abundancia como estadio histórico significaría por tanto el fin de la
incertidumbre como motor primario del conocimiento y el fin de los conflictos derivados de una
estructura social determinada por la escasez.
Necesitamos de la abundancia porque la abundancia es el unico horizonte que nos permite
reconciliarnos con nuestra especie sin renunciar a nuestra individualidad y nuestras comunidades.

Por eso está en los mitos de todas las épocas. Por eso la necesitamos.

¿Por qué necesitamos el mito del Progreso?
El Progreso ha sido uno de los mitos más importantes y transformadores de la Historia humana. El
mito del Progreso no nos dice que el progreso sea inevitable, eterno o que esté dirigido a un final
predeterminado. No es un trasunto de la «esperanza mesiánica» ni de las teleologías platónicas. Pero
en cada aporte abre una puerta al significado y la esperanza. Se trata en realidad de la unión de dos
ideas sobre el conocimiento.
La primera nos dice que el conocimiento es acumulativo y puede ser relatado como una serie de
genealogías de ideas, descubrimientos y aplicaciones, o alternativamente de maestros y escuelas, que
a lo largo del tiempo han ido consolidando saberes. Esta idea está ligada al pensamiento barroco y al
nacimiento de la Ciencia moderna a caballo entre los siglos XVII y XVIII. Pero seguramente la
imagen que mejor la ilustraría sería la famosa cita de John de Salisbury sobre Bernardo de Chartres:
Decía Bernardo de Chartres que somos como enanos a los hombros de gigantes. Podemos ver
más, y más lejos que ellos, no por la agudeza de nuestra vista ni por la altura de nuestro cuerpo,
sino porque somos levantados por su gran altura.
Bernardo pensaba en los maestros de la Antigüedad como gigantes y en sus coetáneos medievales y
él mismo como enanos. Tomando la misma metáfora, el ideal del progreso imagina el conocimiento
como una especie de «castellet» invertido, con unos pocos «grandes» en la base elevándose y
diversificándose en cada nueva época y generación sin que, en principio, haya una altura máxima, un
saber «total». Una vez más, eso no significa que no exista un límite, que no se puedan «caer» -como
le pasó a la Alquimia, la Astrología o la Teología- o que esas líneas no puedan romperse y el
conocimiento perderse o quedar sin continuidad en el tiempo. Solo apunta que es acumulable y que
tiene sentido estudiar sus linajes antes de «empezar de cero».
La segunda idea, cuyas raíces pueden seguirse hasta el Renacimiento, nos dice que el nuevo
conocimiento, cuando se aplica y permite a los humanos transformar Naturaleza y sociedad de formas
nuevas y más productivas, transforma la «experiencia humana» en sí. Progreso no significa entonces
que seamos «mejores» que nuestros antepasados medievales o neolíticos, sino que las experiencias a
las que tenemos acceso en sociedades con un mayor nivel de conocimiento y bienestar son más
«ricas», nos permiten disfrutar vidas con más significados, matices y complejidades y por tanto
comprender con mayor profundidad nuestra propia existencia.
Al unir ambas, el resultado lógico es colocar a cada nueva generación y a cada nueva persona, en la
posibilidad y la responsabilidad de aportar una nueva capa a una construcción histórica cuyo
resultado entrevisto es la mejora de las condiciones de vida de su propia comunidad y de la especie
en su conjunto. Pocos relatos son tan generadores de sentido: el Progreso convierte a la Ciencia en un
movimiento, sirve de base a la ética hacker, ofrece una vía material de trascendencia -sin involucrar
dioses ni eternidades- a cada uno.
Pero implica muchas cosas más. En primer lugar obliga a quien quiere formar parte de él a dotarse
de una mirada histórica sobre el conocimiento que quiere penetrar o mejorar. Por eso, por ejemplo,
las tesinas que se escribían antes de que la vida académica se convirtiera en un juego alrededor del
«índice H» no eran una colección de papers, sino un «estado del Arte». No hay lugar para el

adanismo en el Progreso. Aun cuando se trataban temas radicalmente novedosos, el que hablaba
buscaba situarse en continuidad con siglos de esfuerzo anterior que eran tanto más creíbles cuanto
más detallada y cercana fuera la cadena de autores, de maestros sobre los que se basara, así fuera
para criticarlos o «superarlos».
La concepción del tiempo en un conocimiento en progreso es la de una madeja de hilos entrecruzados
que a veces pueden fundirse o romperse, estirarse o hacer un bucle para ir «hacia atrás», pero donde
las continuidades no pueden invisibilizarse. En una concepción del tiempo así, alguien como Michael
Onfray no puede por ejemplo, ser epicúreo sin más. No puede simplemente volver atrás y «empezar»
la Historia del pensamiento como si nada hubiera pasado en más de dos mil años. Tiene que
reconocer sus propias filiaciones, descubrir claves y definirse sobre problemas comenzando por los
planteados por sus propios maestros directos, los que le dieron clase. O un movimiento social tiene
que definirse a partir de sus orígenes como una continuidad histórica. Cuando nace el movimiento
cooperativo en la península Ibérica, por ejemplo, su principal teórico, Fernando Garrido, que se nos
presenta como discípulo de Fourier, escribe una monumental «Historia de las clases trabajadoras»
que dedica sus primeros tres tomos al esclavo, el siervo y el asalariado y solo el último al
«trabajador asociado». Hasta para plantear innovaciones radicales, era necesario legitimarse en
genealogías, ¿cómo si no mostrar el progreso que el propio movimiento aportaba?
Y ni hablemos de las escuelas de pensamiento: el idealismo, la Economía Clásica, el hegelianismo,
el marxismo, el pragmatismo americano, el mismísimo pensamiento postmoderno… cada nuevo
pensador se presentará como una continuación, incluso en la ruptura con sus maestros. El «forker»
siempre será el otro discípulo, que no entendió el quiebro necesario o rompió la continuidad
ineludible. Nadie, en la lógica del Progreso puede permitirse abandonar el valor del conocimiento
que una larga historia social y un largo linaje de maestros han llevado hasta él.
El mito del Progreso era fácilmente asumible en una época de crecimiento acelerado y sostenido de
la riqueza y el conocimiento como la abierta por la revolución industrial. El tiempo inmóvil, el
tiempo ahistórico solo sobrevivirá en el pensamiento mágico… hasta finales del siglo XX. El «fin de
la Historia» fue entonces mucho más que un grito de victoria de los think-tanks americanos tras la
guerra fría. Fue la expresión de que lo que se había llevado por delante a un imperio gigantesco -por
primera vez en la Historia sin mediar una guerra- también estaba operando en su rival «occidental».
Se trataba de eso que llamamos «descomposición» y cuya materialidad, a las finales, no es otra que
la destrucción simultánea de mercado y estado. Nuestro tiempo.
Un tiempo marcado por un orden caduco, incapaz de imaginarse, de proyectarse ya hacia el futuro
como útil para las personas, que destruye riqueza social en sus estértores con tal de no cambiar las
estructuras de poder. Un orden que ya no se ve como un eslabón hacia la abundancia, hacia la
liberación de la especie, no tiene reparo en plantear «seriamente» el «decrecimiento» y promocionar
la pobreza «voluntaria» que impone para la gran mayoría a través de la crisis económica, del
derroche de recursos, la guerra y la apropiación directa de rentas y exacciones.
El tiempo de un orden descompuesto se descompone con él, las madejas se desdibujan entonces, el
esfuerzo por justificar lo existente cae en el suicidio último del pensamiento: presentar que todo «fue
siempre así», una gran masa amorfa de sucesos donde, en medio de una fangosa y fea «naturaleza
humana», solo algunas originalidades destacaron e hicieron cambios.

El lugar que se da como deseable es el del innovador en la nada y a todo coste. Steve Jobs sustituye a
Espartaco y madam Curie. Se multiplican los mensajes mesiánicos en la cultura popular, el cine y las
series. Salvadores y genios, mesías y políticos providenciales llenan un paisaje mediatico donde
todos se presentan como discontinuidades y lo caduco, lo disfuncional, lo que genera vidas
miserables, sean sistemas políticos o alimentos, se explica «inocentemente» como un vacío de ideas
a la espera de un nuevo software o una idea genial. La sonrisa del abismo.
En este marco el «forkeo», un mecanismo social que habría de multiplicar el conocimiento y acercar
la abundancia, se convierte en «forkismo»: los aportes en rupturas, la acumulación del conocimiento
en invisibilización histórica, la multiplicación de caminos en batallas sectarias, la identidad en fe. Es
el lado oscuro de nuestros días, la forma en que la descomposición del viejo sistema coarta su propia
superación.
Por eso, recuperar el mito del Progreso es una necesidad urgente. No hay valoración ni sentido en el
conocimiento sin él. No tiene alternativas, en su ausencia solo crecen el pensamiento mágico y la
política mesiánica. Es lo que tenemos frente a nuestros ojos. Hay que reconquistar el tiempo. Hay que
volver a levantar la bandera del Progreso.

Abundancia y política
Hasta hace no tanto, las palabras «progreso» y «progresista» reflejaban una relación del hacer
concreto con la abundancia. Se consideraba «progreso» aquello que aportaba en el camino hacia una
sociedad de la abundancia y «progresista» a aquel que impulsaba ese desarrollo. Si el «progreso» se
asociaba a un conjunto de políticas, el «progresismo» era una ética, una forma de ser que presagiaba
una cultura y una experiencia humana nuevas. Progreso era que se abrieran fábricas o que un país
dejara el régimen feudal y se modernizara. Progresista era defender el sufragio universal, la igualdad
de la mujer o la escolarización universal. Toda la izquierda y una parte de la derecha -los liberales,
los industrialistas-, se consideraban progresistas. Lo contrario de progresista era «reaccionario», la
palabra que definía a aquellos que añoraban el mundo anterior a la revolución francesa: carlistas,
clericales. Pronto, en la práctica, un insulto.
Pero si en el siglo XIX estaba bastante claro qué significaba el «progreso», por desgracia, los que
hicieron más uso del término en el siglo XX juzgaban desde una estrategia concreta… y errada. Para
ellos había un atajo hacia la abundancia: el capitalismo de estado. En la práctica, desde los años
treinta a los ochenta, por influencia de los partidos comunistas, se considera «progresista» todo lo
que de más poderes al estado o coloque bajo su control y tutela más y más partes de la vida social.
Se equipara progresista a estatista y se legitiman el nacionalismo y las «luchas de liberación
nacional» con independencia de que sirvan o no al desarrollo. Solo en los setenta, cuando la
izquierda empieza a incorporar reivindicaciones feministas, «progresista» empieza a ganar también
un matiz favorable a las libertades personales y la soberanía sobre el propio cuerpo, que se hará
extensivo en los años ochenta a un primer ecologismo. Con el derrumbe de los estados totalitarios de
la órbita soviética, y con ellos de los partidos comunistas que les eran afines, «progreso» y
«progresista» se difuminaron definitivamente. Pasó a describir más un «quién», un grupo social
definido estéticamente, que un «qué». La destrucción de significados llegó, con el nuevo siglo, hasta
el punto de incluir en el término a los partidarios del decrecimiento, el opuesto radical de la
abundancia.
Un ejemplo sangrante de cómo el «progresismo» se aleja del progreso en el cambio de siglo es el
debate sobre la propiedad intelectual. Desde los años treinta, una parte esencial del posicionamiento
de los partidos comunistas prosoviéticos en Europa Occidental pasó por representarse como un
«frente de las fuerzas del trabajo y la cultura». En la práctica, la inclusión de intelectuales significó
defender todo tipo de rentas estatales para la creación artística: cultura subvencionada pero también
un sistema de derechos de autor reforzado. El argumento para esto último era puramente
convencional: la creación estatal de monopolios para la creación y la invención, favorecería la
innovación y por tanto el «progreso», pues el desarrollo de la productividad consiguiente nos
acercaría paso a paso a la abundancia. Pero la eclosión de las redes distribuidas mostrará lo
contrario. Algo que será evidente incluso para la academia, cuando a partir de 2000 los modelos
teóricos de Boldrin y Levine primero y el análisis empírico de Heidi Williams sobre los efectos de
las patentes después, dejen claro que en el mundo en que vivimos la propiedad intelectual solo sirve
para generar escasez artificialmente.
De forma general, todo lo que suponga centralización o monopolio significa rentas. Y a estas alturas
sabemos que la abundancia se alimenta de las redes distribuidas y la disipación de rentas. Las

famosas «políticas progresistas», hoy, serían prácticamente las opuestas a las tradicionales de los
«progresistas» de izquierda y derecha: en vez de alimentar rentas, reforzar monopolios y fomentar
mayores escalas empresariales e identidades nacionales reforzadas, es decir, en vez de generar
artificialmente escasez, se trataría de eliminar obstáculos a la abundancia. Progresismo hoy sería
tomarse en serio el devolucionismo, apostar por un sistema eléctrico distribuido, enfrentarse con las
rentas estatales y las regulaciones hechas a medida de las grandes empresas… y por supuesto,
perseguir la libertad de movimiento para todos en todo el mundo.
Porque la verdad es que, como antaño, existen «medidas progresistas» posibles, pero no existe una
«política de la abundancia», una forma única y determinada de entender el estado y la relación de la
sociedad con él que permita convertir a este, gracias a una ideología bien delimitada, en un
instrumento del desarrollo. En realidad solo existen medidas concretas, derivadas con relativa
facilidad del análisis económico, que tratarían de evitar que su poder regulador se convirtiera en un
freno al desarrollo. Y por eso, aunque la abundancia no sea ni pueda considerarse una «ideología»,
la lógica de la abundancia tiene hoy un inevitable deje libertario.

Etíca de la abundancia
El punto de partida de una ética de la abundancia debería ser la constatación de que si la abundancia
puede aparecer como un objetivo alcanzable en la Historia es por el desarrollo y la extensión del
conocimiento. Toda ética de la abundancia, y por extensión toda ética emancipadora, debe girar en
consecuencia, en torno suyo.
Una ética así no puede ser predadora ni individualista, porque no es de la Naturaleza ni de los demás
de lo que pretendemos liberarnos, ya que somos parte de un metabolismo común, sino de la escasez.
Es la escasez la que introduce la incertidumbre en nuestra vida y nos obliga a conocer y conocer,
como decía Dewey, de forma «eficaz». Por eso el conocimiento es tanto el resultado como la
herramienta principal de la experiencia humana y por eso una ética del conocimiento es también una
ética vitalista, un modo de ser que expresa el deseo y el disfrute de vivir.
Pero el conocimiento -y en especial el de lo social- es un hecho comunitario, un destilado que existe
en el marco de una experiencia y unos contextos que no son en sí universales. Una ética de la
abundancia es una ética comunitaria, orientada a dar forma a la comunidad real y entenderla no como
una constricción del individuo sino como la condición esencial de su propio desarrollo. Porque
como decían los ciberpunk, «la vida es un pack», una única cosa, una actividad necesariamente
transformadora.
Y eso significa dos cosas: la más evidente es que no existe un «tiempo vital» distinto y opuesto a un
«tiempo de trabajo». El trabajo, la actividad transformadora, es conocimiento en acción y acción de
crear conocimiento, teoría y práctica consciente de sí misma. Una ética de la abundancia es una ética
del trabajo motivado por el conocimiento. La percepción del trabajo como un sometimiento, como
una esclavitud es el resultado de una alienación, de una separación de nosotros mismos en partes
arbitrarias, que no hay que tolerar sino vencer dotando de significado al hacer y cambiando las
condiciones en las que vivimos.
Como Epicuro no podemos sino pensar que el placer más completo, aquel que de un modo más
constante nos conduce a la felicidad, es el aprendizaje, ganar nuevo conocimiento, pues nada es más
placentero que la sensación de haber encontrado solución intelectual a un problema. En esa línea,
Desmond Morris dedicó un curioso ensayo a la felicidad. La definía como «el súbito trance de placer
que se siente cuando algo mejora» y la fundamentaba como un logro evolutivo de nuestra especie,
como el premio genético que recibimos las criaturas de una especie que se hizo curiosa, básicamente
pacífica, cooperativa y competitiva para poder adaptarse y superarse en un medio diverso y
cambiante. Al introducir la idea de «mejora», Morris venía a afirmar la vieja ética epicúrea como
una ética del trabajo y el trabajo como un esfuerzo por mejorar. De hecho, los debates que enfrentan
«talento» a «procedimiento» son debates sobre métodos de resolución, sobre la forma más auténtica -
y por tanto placentera- que puede tomar tal esfuerzo. Así, si Juan Urrutia defiende el talento frente al
procedimiento reglado es precisamente porque el talento enfrenta cada problema como si fuera
nuevo. Es decir, la confianza en el talento acepta el esfuerzo de «mejorar la realidad» y esto no es
otra cosa que el significado pleno de «trabajar». Por contra, aplicar un procedimiento para resolver
un problema, significa no cuestionarse desde sus bases el problema que pretende resolver y por tanto
renunciar al verdadero aprendizaje para conformarse con repetir una receta.

En segundo lugar implica que, como tanto trabajo como conocimiento son hechos comunitarios, la
libertad esencial del individuo no es una imposible «individualidad» afirmada a costa o al margen de
los demás, sino la libertad de abandonar cualquier comunidad que no le satisfaga, crear nuevas o
participar de tantas como deseen aceptarle; y también, la libertad para acceder y utilizar el
conocimiento sin trabas ni peajes. Más allá de cualquier argumentario político o económico, las
restricciones en el acceso y el uso del conocimiento son detestables porque niegan el corazón mismo
de la libertad individual. Dicho con aun más claridad: la propiedad intelectual es inmoral en sí.
Y si de lo anterior se deriva no solo la legitimidad ética sino lo deseable de la máxima diversidad
comunitaria -siempre que las comunidades no sean coactivas y permitan con las máximas facilidades
su abandono- también da lugar a entender por qué una ética de la abundancia no mira al estado como
el sujeto principal de lo colectivo. Si el conocimiento es un hecho comunitario, y lo es, no tiene
sentido pedir a ningún ente externo que haga las cosas que queremos o nos provea de aquello que
necesitamos, porque nos estaríamos privando de la experiencia de hacerlas, lo que desde el punto de
vista del conocimiento es tan importante muchas veces como la cosa en sí. Libertad es la posibilidad
de hacerlas por nosotros mismos y si tiene sentido reclamar algo es que sean retiradas las trabas de
cualquier tipo que nos impiden construir comunitariamente las herramientas del cambio.
Y es que el trabajo, que es como llamamos al conocimiento eficaz en acción, es la única posibilidad
trascendente de la especie y del individuo. En la especie es el hilo que une Historia y Naturaleza
haciendo posible un horizonte de abundancia. Como individuos, la única manera que tenemos de
trascender nuestra principal limitación, la muerte, es desarrollar aquello que nos une a la Naturaleza
a través del resto de la especie: el conocimiento. El conocimiento generado o transmitido es por eso
el verdadero «alma de la especie» y el único legado que como individuos podemos dejar.
Por eso la centralidad de la posesión, del «tener» individual y exclusivo de las cosas, no puede ser
vista y sentida más que como otra forma de enajenación, de separación de lo verdaderamente
importante en la vida.
El consumo en una ética así, no es en sí «malo», ni «inmoral» ni «injusto», simplemente puede ser
necesario, si es significativo, si aporta un disfrute genuino a cada cual, o innecesario,
incomprensible, enajenado, si no se realiza por disfrute sino como parte de una carrera social o de un
conjunto de señalizaciones del éxito o la pertenencia. Eso sí, en la misma lógica, sí que resultaría
inmoral acotar el consumo de los demás pasando por encima de sus gustos y preferencias en nombre
de unos valores determinados. En el comportamiento consumista una ética de la abundancia intuye
una sustitución errónea, una respuesta equivocada a la pérdida de sentido en el trabajo o el
desarrollo comunitario de alguien. Pero no ve algo moralmente malo en sí y más bien respondería
con el clásico minimalista «¿para qué quieres tener más necesidades?». Una vida orientada a la
construcción de la abundancia, una vida interesante, no puede estar basada en la privación ni desear
la privación a los demás. Eso es una vida en pobreza y una vida en pobreza acaba siendo una pobre
vida.
Y del mismo modo, un buen entorno, no es una vida opulenta, sino la «buena vida» comunitaria que
como dice Juan Urrutia, «tiene más que ver con la autorealización de los miembros que la componen
que con su riqueza material».

Una ética así no es una quimera ni un lujo reservado a unos pocos. Si bien no existe una «política de
la abundancia», una teoría del estado, si que existe la posibilidad de vivir de acuerdo a una ética de
la abundancia. La ética de la abundancia es una ética de la emancipación, pues persigue servirnos
para emanciparnos de la escasez y la incertidumbre. Es por ello una ética del conocimiento que pone
el valor en lo comunitario, una ética que reduce la trascendencia al aporte y que se expresa en una
«buena vida» que desvanece la diferencia entre tiempo de disfrute y tiempo de trabajo en un tiempo
total significativo, creativo y placentero.

¿Cómo representar la abundancia?
Gombrich decía en el primer capítulo de su Historia del Arte, que a la hora de analizar una obra, no
se trata de decidir si esta es «bella para nuestro criterio, sino si opera». Es decir, si puede «ejecutar
la magia requerida» en el contexto de su comunidad.
El autor apunta esto a propósito del ejemplo de las pinturas rupestres de Altamira y Lascaux, para
contar como cuanto más atrás vamos en la Historia del Arte más importante es la funcionalidad de la
obra y menos su belleza objetiva. Es decir, que solo desde épocas muy cercanas en el tiempo, se
empezaron a realizar cuadros y esculturas simplemente porque son bonitos y quedan bien en la pared.
Antes, esas representaciones tenían una función que podía ser mágica, religiosa, informativa o
propagandística, y si no respondían a ella, eran rechazadas.
Las pinturas rupestres mencionadas, no fueron pintadas por los hombres de la Era Glacial por
aburrimiento o para hacer esas cuevas más habitables. Su razón de ser responde a la creencia en el
poder de la representación, gracias al cual, los hombres prehistóricos creían poder someter a los
animales con solo pintarlos, acción que las bestias no podían realizar a su vez, lo que demostraba su
inferioridad.
Esta es, obviamente, una de las teorías que explican Altamira y Lascaux. Estas obras también son
consideradas, en una explicación complementaria, como la primera representación de la abundancia.
No se trataría solo del sometimiento del animal, sino de la invocación a la abundancia de proteínas a
través de la magia de la imagen.
En las siguientes etapas históricas, las imágenes que encontramos no son muy diferentes. En esas
épocas remotas en las que las necesidades básicas se cubrían con dificultad, el sueño de la
abundancia significaba acceder a la plena satisfacción de necesidades básicas para las que eran
necesarios alimentos y bienes que parecían escasos por naturaleza.

El Arte en el Antiguo Egipto giraba casi exclusivamente en torno a la muerte. Además de las
pirámides, las mejores pinturas y esculturas se encuentran en estas peculiares tumbas, por no hablar
de los elaborados sarcófagos. El progreso en el Antiguo Egipto supuso que cada vez más gente
pudiera permitirse decorar una tumba propia y no solo el Faraón.
La razón de que la muerte estuviera tan presente era la importancia del «Más Allá», pues era
justamente ahí donde se encontraría la abundancia. Osiris, el dios principal del Antiguo Egipto,
Señor de la resurrección, simbolizaba la fertilidad, la regeneración del Nilo, la vegetación y la
agricultura. En otras palabras: la abundancia. El momento definitivo tras la muerte era el Juicio de
Osiris, donde un tribunal decidía, en base a la vida del difunto, si este merecía vivir eternamente en
los campos de Aaru, el paraíso abundante, o por el contrario, sufrir la muerte verdadera.
El que la plena abundancia solo se alcanzara tras la muerte puede entenderse como una «rendición»
ante la evidencia de un sistema agrario que solo crecía muy lentamente, pero también como la
expresión de que desde muy pronto, la idea de trascendencia – no solo de la especie o de la
sociedad, sino de los individuos – se entendió ligada a la superación del «problema económico». Si
tu vida merecía un juicio favorable, si habías aportado al gran esfuerzo colectivo, habría abundancia
para ti aunque fuera después de muerto. Pero si habías sido un estorbo, tu vida acabaría
definitivamente y nada quedaría de ti, ni siquiera entre los muertos, como si nunca hubieras existido.
Una evolución mucho más material de esta idea cruza la visión romana del mundo. Roma es una
civilización sofisticada donde las guerras de conquista, centrales en la historia romana, iban
encaminadas a ampliar ese mundo civilizado y no solo a saquear. Esta ampliación de campo daba
como resultado más productos para comerciar y más lugares con los que hacerlo, además de nuevas
tierras con las que premiar los méritos. Era, de alguna forma, un camino hacia la extensión del

bienestar.
Los dioses del Panteón Romano, eran prácticos y representaban valores útiles para la cohesión
social y el civismo. No se creía en ellos como se cree en el dios de las religiones monoteístas, sino
que se creía en lo que representaban, ocupando un lugar central en el Arte, como recordatorios y
símbolos de las virtudes romanas.
A los dioses del Panteón – o a esas virtudes que representaban – se les presupone, además de una
vida en abundancia, la capacidad de otorgarla. La trascendencia del individuo se simbolizaba en uno
de los dos componentes de su vida espiritual: el «genius». El «genius» – el significado social que
tomaba la vida de alguien vista en su conjunto – se diferenciaba del cambiante «animus», el estado
anímico que determinaba comportamientos concretos. El «genius» de una persona o de una
colectividad – el «genius» de Roma, por ejemplo – cuando destacaba y transformaba el mundo podía
ser deificado como reconocimiento y como ejemplo. Un «genius» extraordinario era pues capaz de
generar abundancia.
En la absorción de la deidades locales en los lugares conquistados y la creación de dioses ad hoc, la
variedad y la repetición eran comunes y, por supuesto, los dioses más repetidos eran los
relacionados con la agricultura y la fertilidad. Uno de esos dioses extranjeros, aceptados y
transformados en la lógica romana fue Mitra, en cuyo mito destaca por primera vez la asociación de
la responsabilidad y la libertad personales con la generación de abundancia, la actividad que
convierte a los humanos en pares de los dioses. Es por eso que de toda la riquísima simbología
mitraista la más reproducida es la «tauroctonía», el momento en el que el esforzado sacrificio del
toro da lugar a la abundancia y la diversidad de especies vegetales y animales.
.Pero el toro no será el único, ni siquiera el principal simbolismo de la lucha de los humanos contra
la escasez. La cornucopia o cuerno de la abundancia procede de la mitología griega, absorbida por la

romana, y es uno de los objetos alegóricos más comunes en toda la Historia del Arte. Según el mito,
el niño Zeus rompió sin querer con sus rayos uno de los cuernos de la cabra Amaltea, que le
amamantaba. Como compensación, el cuerno se convirtió en un objeto mágico que proveería al que
lo poseyera de todo lo que deseara. Se suele representar rebosante de frutas y flores y, a veces, de
monedas de oro.
Objetos similares aparecen en mitologías y cuentos populares de otras culturas y épocas. Una de las
más famosas es la de Aladino y su lámpara maravillosa, de Las Mil y Una Noches o el Sampo de la
Kalevala finesa, un molino mágico que producía grano, sal y oro de manera infinita.
Sin embargo, la imposición del cristianismo ocultará durante un tiempo este mapa simbólico. Se
conoce a este periodo como la edad oscura o la edad de las tinieblas, pero no por que fuera una
época oscura en sí, sino por la escasa información que se tiene de ella y que hace a los historiadores
andar «a oscuras» en su estudio. Sí es cierto que no fue una época especialmente luminosa en cuanto
a igualdad y prosperidad. Las guerras eran continuas y hubo epidemias y hambrunas históricas. Pero
sobre todo, se rompieron las rutas comerciales romanas con la caída del Imperio, lo que produjo, con
la ruptura de las comunicaciones, que se perdieran y olvidaran técnicas, procedimientos y recetas
que hicieron más pobre la vida en general.
El protagonismo de la religión cristiana en el Arte europeo es total. Así que más allá del milagro de
los panes y los peces, que tampoco es lo más representado, no hay obras que aludan a ningún mito de
la abundancia y cuando lo hacen es casi siempre de forma negativa. No se representa el Paraíso sino
la expulsión de él.
Con la revolución comercial (siglos X a XII) la abundancia volverá poco a poco al horizonte.
Primero con mitos de utopías y justos reinos cristianos perdidos en tierra hostil, como el del «preste
Juan», luego, a partir del joaquinismo, con la evolución radical de los movimientos de exaltación de
la pobreza. Pero aunque su huella en la cultura popular y en los movimientos posteriores de la
Reforma será profunda, en el Arte será prácticamente inexistente. En la Edad Media el Arte es un
saber al exclusivo servicio de los poderosos. Algo que solo empezará a cambiar tímidamente
cuando, tras un nuevo estirón de la economía europea se traduzca en eso que llamamos
«Renacimiento».

El Renacimiento se llama así porque supuso el resurgir del «verdadero Arte», de los modelos
clásicos, la recuperación de la grandeza de Roma… no hay duda de que fue grandioso, pero también
fue una gran operación de marketing por parte de las repúblicas italianas, responsables en parte de la
mala fama de la época medieval, que ellos empezaron a relatar como ese intermedio bárbaro (gótico)
entre Roma y el Renacimiento, posicionándose ellos mismos como los responsables de resucitar el
glorioso pasado.
Ese deseo de volver al mundo clásico, acompañado de grandes innovaciones técnicas, provocaron
otro cambio de tendencia. La generación que siguió a Brunelleschi se vio incapaz de limitar su
«poder creativo» a la representación religiosa. Aparecen así, después de muchos siglos, imágenes de
la mitología clásica y con ella, cornucopias, Arcadias y representaciones de la Edad de Oro
volvieron a ser tema, sobre todo en la pintura.
Pero la principal innovación, será la aparición de un nuevo género pictórico, el bodegón, que en
cierto modo significa un retorno a la asociación de la pintura como «invocación».
Aunque los bodegones, naturalezas muertas o naturalezas tranquilas, existen desde el Antiguo Egipto,
no es hasta el siglo XVI que aparecen como género independiente y no como detalle de un retrato,
escena religiosa o decoración funeraria. Aunque siempre se les ha considerado un género menor y un
modo de demostrar la destreza del artista a la hora de mostrar la realidad, lo cierto es que durante
mucho tiempo su razón de ser fue la ostentación por parte de aquellos primeros burgueses modernos
que las colgaban en su salón.
No es casualidad que la representación de comestibles, bebidas, frutas y eventualmente, objetos de
todo tipo, se pusiera de moda justo después del descubrimiento de América y coincidiendo con el
primer boom de la horticultura, en una Europa fascinada por las nuevas especies que venían de las
colonias. La burguesía empezaba a disfrutar de poder y mostraba orgullosa su capacidad para achicar
el mundo, para acercar las maravillas de continentes remotos y para disfrutar ella misma de lo que

entonces se consideraba una vida sin carencias.
La respuesta del viejo orden nobiliario y eclesial a las veleidades de abundancia burguesas, no fue
una vuelta a la peligrosa austeridad medieval que reivindicaban los sectores más radicales e
iconoclastas de la Reforma protestante. En Italia y España, la Contrarreforma se materializó
artísticamente en opulencia decorativa, y reforzó el protagonismo de la temática religiosa. Lo que
debía parecer infinito era el dinero empleado en decorar iglesias con pan de oro, y engordar
angelitos que sí parecían vivir en paraísos de leche y miel. En un sistema comercial que estaba, por
primera vez, creando un mercado global, la riqueza no era ya una herejía, sino un argumento más del
conflicto religioso.
Pero una cosa es la riqueza y otra la abundancia, que en sí misma sigue siendo subversiva. Por eso
sus apariciones en el arte barroco son tímidas y están relacionadas de alguna u otra manera con el
deseado fin de alguna de las interminables guerras que estaban secando las arcas de los reinos
europeos.
Por eso no es casualidad que sean tres pintores de la burguesía en ascenso los que reivindiquen el
tema, aunque de forma grata a las coronas europeas. Los Brueghel (padre e hijo) pintaron varias
alegorías de la abundancia con motivo de la Tregua de los Doce años (1609) y Rubens, que por el
éxito internacional que alcanzó se convirtió en intermediador entre las potencias de la época, le
regaló a Carlos I de Inglaterra un cuadro llamado Las alegorías de la paz (1629-30), para
convencerle de firmar la paz con España. La alegoría, repleta de personajes de la mitología clásica,
representa la paz con los símbolos de la fertilidad y la abundancia.
Pero si bien todos tuvieron cuidado de destacar el papel benéfico de la monarquía, tenían desde
luego bien presentes los siempre inquietantes mitos populares de abundancia. Brueghel el viejo pinta
en 1567 su famoso «Das Schlaraffenland», versión germánica del «país de la Cucaña» francés que se
fundiría en aquellos años con el mito de Jauja nacido de los relatos de abundancia de la conquista
del imperio Inca.
En 1638 Nicolas Poussin pinta a unos pastores señalando una tumba en la que está escrito Et in
Arcadia ego (yo [la muerte] también estoy en Arcadia). Fúnebre recordatorio de que no se habían
olvidado del mito de la Edad Dorada, pero también una buena expresión del contraste de las dos
grandes fuerzas del momento: la optimista burguesía de la nueva economía barroca que se siente con
fuerzas para llevar el mundo hacia la abundancia y el peso de la herencia religiosa y sus lúgubres
temas en el papel de aguafiestas universal y eterno.
La eclosión del mundo cada vez más crítico y secularizado que incuba el Barroco no llegará hasta la
Revolución Francesa y lo hará en un primer momento reciclando el simbolismo profético, el único
lenguaje de la abundancia del que es capaz el pensamiento religioso. Entre 1790 y 1793, el poeta
William Blake publica «The Marriage of Heaven and Hell», un libro a imitación de las profecías
bíblicas, muy influido por el contexto revolucionario, en el que «imagina el paso a la abundancia
como el salto a toda una nueva forma de experiencia humana». El libro está concienzudamente
ilustrado por él mismo, en una sucesión de imágenes fantásticas que debieron dejar de piedra a sus
contemporáneos.

Durante la revolución francesa los revolucionarios no tienen tan fácil representar el nuevo mundo que
se esboza con imágenes necesariamente heredadas del pasado. Un ejemplo extremo será el «culto del
Ser Supremo», el intento revolucionario de crear una religión racionalista. Con ella volverán los
cuernos de la abundancia y las representaciones de la felicidad.
Durante el nuevo siglo, el «siglo de las revoluciones», la idea de abundancia estará en los libros,
incluso en las teorías de las vanguardias artísticas, pero como si fuera el dios del Islam, su
concepción es tan etérea que pareciera que nadie puede representarla.
Solo Paul Signac (1863-1935), un burgués fascinado por las nuevas ideas de Kropotkin y Reclús
cuyas rentas le permitieron, no solo dedicarse a la pintura, sino financiar periódicos libertarios,
plasmó plásticamente lo que para él era la sociedad de la abundancia. Atraído por las teorías
científicas sobre el color, utilizó el puntillismo para su «Tiempo de anarquía»… que no pudo mostrar
hasta cambiar su título por «Tiempo de armonía». Este cuadro es especialmente importante para
nuestro relato porque es la primera representación contemporánea de una sociedad de la abundancia
y sus valores.
En 1917, la Revolución Rusa llenó de esperanza, entre otros, a un Signac descorazonado por los

desastres de la guerra. En un principio se multiplican las representaciones de un nuevo mundo en el
que la rápida extensión de la tecnología de la mano del gobierno de las asambleas populares -los
soviets – parece que va a abrir la puerta de la abundancia. Futuristas y constructivistas utilizarán las
innovaciones del lenguaje experimentadas por Malevich para explicar la promesa leninista de
«soviets más electrificación». La fotografía, el collage, las formas geométricas, la incorporación de
la máquina como símbolo y de las caras anónimas como protagonistas corales irán parejos a la
experimentación cinematográfica – el «arte industrial» en feliz expresión tanto de Lenin como de
Mussolini – que antecedería a la nueva sociedad.
Pero la revolución no sobrevivirá a la década. La exasperante y cruel guerra civil, las sangrantes
consecuencias y errores de los primeros intentos colectivizadores y las propias limitaciones
ideológicas de los bolcheviques abrirán paso a una nueva ideología en su seno. El leninismo se
convertirá en stalinismo y con el nuevo discurso del «socialismo en un solo país», en una forma
nueva de nacionalismo totalitario para el que la abundancia ya no tomaba su inspiración de la
liberación creativa de los artistas que había impresionado a Marx sino de la disciplina fabril. La
cartelería y el arte público se convierten en didáctica omnipresente y homogénea del nuevo orden:
rubicundas campesinas koljosianas y aguerridos obreros, soldados de indudable eslavidad, se
multiplican en una vuelta al óleo y la Academia.
Aunque el surrealismo mantendrá el debate sobre la «apertura de la percepción» abierto por el Dadá
en medio de la Europa de entreguerras, el discurso del Arte, capturado por los grandes estados que
preparan la guerra, está cambiando. Muy significativamente, la Exposición Universal de París de
1937 opone dos colosales conjuntos en su entrada: el alemán, una torre racionalista coronada por un
águila imperial, y el soviético, un edificio chato culminado por la gigantesca estatua de una alegoría
de la alianza obrero-campesina. El pabellón español, último reducto de un mundo que acababa,
aunque será recordado sobre todo por el «Guernica» de Picasso, tiene en su entrada la obra que será

el canto del cisne de las vanguardias en su amor por la abundancia: «El pueblo español tiene un
camino que le conduce a una estrella» de Julio López.
Después llegó la II Guerra Mundial y los carteles de los totalitarismos en conflicto fueron más de lo
mismo. Tuvo que llegar la Guerra Fría para que las representaciones de carteles y murales
recuperasen alguna pretensión de abundancia. Pero ya no será la abundancia nacida de las nuevas
capacidades transformadoras del nuevo ciudadano y una cultura en ebullición sino su versión
degradada: la orgullosa capacidad productiva del bien establecido y policial paraíso socialista (y
también del capitalista) en forma de grandes haces de trigo, ciudades tecnificadas y productividades
mecánicas milagrosas. Hasta los carteles de promoción de la ciencia durante la carrera espacial
tenían ese punto de ostentación del poderío estatal propio de una época de nacionalismos imperiales.
Salvo excepciones individuales relativamente aisladas, aunque excepcionalmente exitosas como
Miró, no volveremos a ver una vuelta a las concepciones liberadoras de la abundancia hasta los años
sesenta. Y entonces, más que con la tradición prometeica del marxismo y el anarquismo
decimonónicos, conectará con los sueños proféticos de Blake. Es la época del «opt-art» – un intento
de abrir las «puertas de la percepción» a base de ejercicios visuales – y poco después de la
psicodelia. Pero el discurso de la «experimentación como liberación» tendrá también su límite y
aquella generación americana y urbanita, aburrida y opulenta, será la primera en exaltar de nuevo la
Naturaleza.
Poco a poco, la abundancia volvió a relacionarse en el imaginario con la fertilidad de la tierra, la
abundancia de agua y la naturaleza frondosa. Todo muy unido al auge de la ecología y a la vuelta al
campo que siguió al fracaso del sesentayochismo. Evocaciones que a veces, especialmente en sus
representaciones icónicas, parecen ir acompañadas de la creencia en que las frutas y las verduras
crecen solas. Se fue extendiendo la idea, no muy meditada, del campo como ese Jardín del Edén,
donde si somos buenos y reciclamos, todo nos será dado.
Pero no estamos en una época de tinieblas y sueños agrarios. Estamos en el tiempo de la economía
directa, el software libre y la producción P2P. No vamos a pintar cornucopias cuando tenemos
impresoras 3D, ni hacer un relieve en mármol con la historia del software libre como si fuera una
nueva gigantomaquia. Necesitamos encontrar todavía un modo de representar la abundancia que se
esboza desde el nuevo modo de producir y vivir que estamos inaugurando.

Entrevista con Juan Urrutia
¿Qué ocurrió en los noventa? Cómo un distinguido catedrático de Economía y conocido autor
académico se ve involucrado en el comunitarismo y comienza a intentar construir una nueva
teoría económica de la transición hacia una sociedad de la abundancia?
Las Indias y yo nos unimos entonces precisamente en torno al comunitarismo. Y sí, yo era un
catedrático de Economía -perfectamente ortodoxo- pero no podía olvidar el mayo del 68 en Europa y
EEUU, las ideas frankfurtianas -especialmente Marcuse- y un tipo particular de Psicología centrada
en la terapia Gestalt de Fritz Pearls. Y algunos jóvenes alrededor, que son miembros de las Indias
hoy, de hecho un puñado de hackers, me mostraron que algo llamado TIC (Tecnologías de la
Información y la Comunicación) podía dar lugar a una nueva forma de pensar la Economía que
entonces se llamó «Nueva Economía».
Esta Nueva Economía se desarrolla en torno a dos ideas importantes: la abundancia es posible y el
tejido de redes es crucial.
La Gran Recesión se olvidó de las puntocom y es solo ahora cuando ellos (los hackers) y yo (el viejo
profesor) podemos enfrentar el reto intelectual de construir un nuevo modelo económico básico
construido no sobre el «yo» sino sobre el «nosotros». Y ha de hacerse... aunque estemos también
preparados para aceptar que estamos «lost in transition».
[Nota del traductor: «Lost in transition», «Perdidos en la transición» -hacia un nuevo modelo
socioeconómico- es el lema de los encuentros OuiShareFest en cuyo marco tuvo lugar la entrevista].

Pero en el curso de tu investigación encontraste que ese «nosotros» no es cualquier «nosotros»
posible, sino uno muy particular llamado «comunidad identitaria», producto de la modelización
del tejido de redes. Así que, para clarificar las cosas, aunque todo el mundo tenga un concepto
intuitivo de que es «hacer redes», te preguntaría qué es «networking» desde el punto de vista de
la formalización en el análisis económico y cómo produce comunidades identitarias
Llamamos «networking» a la formación de redes de personas a través de un proceso que puede ser
modelizado como un juego evolutivo entre ellas. El juego se juega entre todos los pares de personas
formados aletariamente y conectadas en la red en un momento dado, un juego que conforme pasa el
tiempo aumenta el número de conexiones.
La interacción genera «memes» (hábitos sociales) que cambian conforme la red se hace más y más
densa (closed knit). En el límite este juego evolutivo genera un equilibrio llamado «estrategia
evolutiva estable» en la que los «memes» alcanzados no pueden ser modificados por mutantes.
La sociedad que correspondería a este modelo es lo que llamamos una comunidad identitaria.
Tanto en la práctica real como en los modelos, el hecho cultural distintivo de las comunidades
identitarias es la fraternidad, un viejo tema filosófico desde Epicuro a la revolución francesa y
más allá. ¿Cómo cambia el juego la fraternidad, cómo los resultados sociales son subvertidos por
el tipo de fraternidad que una comunidad identitaria produce?
Fraternidad es, en su fundamento, el placer de estar juntos, como fue ya definido por el concepto
epicúreo de «amistad», algo que en su momento, da lugar a confianza mutua y compromisos creíbles.
Y en una sociedad tal la escasez es sobrepasada, la abundancia es posible.
Por los cambios en los costes: ya que los costes de transacción desaparecen gracias a la confianza
mutua. Pero también porque hay unos retornos crecientes en el lado de la demanda. Por ejemplo, el
«efecto red» también llamado «Mathew effect» produce esos retornos crecientes porque «los que
más tienen, más recibirán». Y claro, las economías de alcance aumentan su importancia.
Pero también, además de los cambios en costes, hay disipación de rentas. Los monopolios han
desaparecido porque nadie gana nada amenazando con abandonar la comunidad identitaria porque la
amenaza no es creible ya que el equilibrio es a prueba de mutantes: se ha alcanzado la competencia
perfecta.
La «disipación de rentas» es el concepto principal de tu libro «El Capitalismo que viene» (2003),
la obra en la que defines por primera vez lo que hoy se llama «sharing economy». Pero poco
antes también publicaste un folleto al que me gustaría referirme ahora. Se volvió muy relevante
en aquellos momentos porque algunos periódicos, especialmente conservadores, dijeron que en
ese libro habías compuesto la teoría de las manifestaciones espontáneas contra el gobierno que
siguieron a los atentados del 11M. Desde mi punto de vista, lo relevante de los modelos
microeconómicos que trabajaste entonces fue mostrar cómo ocurren «revoluciones» dentro de
las comunidades identitarias y cómo estas revoluciones se relacionan con la arquitectura de esas
redes.

Sí, la comunidad identitaria está siempre amenazada por la revolución, que es posible o no
dependiendo del umbral de rebeldía -el número de otros miembros de la red que apoyarían el
cambio, algo que necesito saber para, en un momento, cambiar mi propio comportamiento; la
condición epistémica -quién conoce qué; y la densidad de la red.
Y esto crea una paradoja. El análisis clasifica las comunidades en conservadoras o progresistas
según su umbral de rebeldía, alto para las conservadoras y bajo para las progresistas. De lo que
resulta que en las sociedades conservadoras, la revolución es más fácil cuanto menos densa sea la
estructura de la red.
Un ejemplo podría ser Gran Bretaña, una colección de comunidades conservadoras y aisladas que se
solapan y en las que nadie tiene suficiente conocimiento sobre el umbral de rebeldía de los demás.
Modelizaste cómo las redes y el comunitarismo definen el horizonte de la abundancia, detallaste
los mecanismos que explican cómo eso tiende a ocurrir bajo la forma de disipación de rentas y
seguidamente investigaste como la dinámica de redes sociales explica la revolución en redes. Y
finalmente, tu obra en las Indias se enfocó en la creación de un «nuevo modelo económico
básico» a partir de todas esas piezas…
Para nuestro deseado nuevo modelo económico hay dos piezas fundamentales: consumo y
producción.
Sobre consumo. No conozco ninguna teoría del consumo basada en el «nosotros» y no solo en el
«yo». Solo conozco primeras aproximaciones como el paraíso comunista de Marx o las 68 ideas de
Marcuse en California o, de hecho el modo de vida del «Esalem Institute» en Big Sur.
Así que en las Indias trabajamos duro para formalizar la noción de una «buena vida» («good life»).
Sobre la producción. Ya conocemos, en el contexto de la abundancia, del efecto Mateo y las
economías de alcance que están relacionadas con ella. Pero tenemos que tener en cuenta algunas
cosas.
Desde el punto de vista de las estrategias, estrategias muy frecuentes se tornan imposibles: tomar una
posición, posicionarse, establecer un estándar...
Desde el punto de vista de las reglas de gestión, hoy en día dos son hoy autosaboteadoras: conservar
los clientes y formar a los trabajadores. Y de hecho las distinciones entre trabajadores y clientes
desaparecen.
En la tradición económica y filosófica, la abundancia es el opuesto de la mera existencia de
mercancías. ¿Es posible imaginar un camino hacia la abundancia basado exclusivamente en
dinámicas de mercado? Los mercados intercambian mercancías y dinero, y por otro lado, los
mercados ofrecen soluciones universales que probablemente ninguna otra herramienta diferente
de ellos pueda ofrecer…
Tras las TIC en la Nueva Economía el porcentaje de vienes intangibles ha aumentado notablemente.

Y la mayor parte de los intangibles son parte del comunal caracterizados por su no-rivalidad en el
consumo y por una mayor o menor exhaustividad.
Así que, en nuestro esfuerzo por reconstruir la Teoría Económica, el comunal es una pieza muy
importante, aunque no podamos olvidar los mercados.
No hay sin embargo ninguna solución obvia ni universal al problema de los bienes comunales. Todas
las soluciones son ad-hoc y locales. Algunas son buenas y otras malas. Ejemplos actuales de malas
soluciones sobre el comunal serían: Las leyes de propiedad intelectual -ejemplo de unas soluciones
locales que ya sabemos que son malas soluciones; el conocimiento en general y cómo financiarlo; y
los rankings de científicos o universidades de acuerdo con sociometrías que distorsionan los
incentivos.
Bien, entonces, si aceptamos que el comunal es una pieza clave en el camino hacia la
abundancia, estarás de acuerdo en que este camino no puede ser exclusivamente económico o
cultural, tiene que ser necesariamente político también, porque han de producirse cambios en las
instituciones y relaciones políticas.
Sí, nuestro modelo básico no puede disociarse de la política. La generalización de la Sharing
Economy tiene que ser diversa por la naturaleza local de las comunidades identitarias que hacen el
todo. La forma política que amamos en las Indias es la confederación, la única que preserva la
diversidad. En una confederación no hay autoridad última. Pero es mejor aceptar esto que tratar de
forjar una artificialmente.
Recuerda el «Síndrome del Banco Central», el único agente que no puede ser obligado a cumplir sus
promesas, a no ser que sus promesas se basen en un lenguaje común y correspondan a memes
idiosincráticos comunes
Si aceptamos la diversidad el óptimo puede que no sea alcanzable pero la supervivencia se maximiza
-como en Biología- bajo racionalidad limitada y suboptimización; y según el análisis la
estocasticidad queda establecida y conduce a un equilibrio único.

Algunas de las lecturas citadas con o sin comillas en este libro
Bebel, August. La mujer en el pasado, en el presente y en el porvenir, publicado también como
La mujer y el socialismo.
Blissett, Luther. Q
Boulding, Kenneth. Economic Development as an Evolutionary System.
de Ugarte, David. El poder de las redes.
de Ugarte, David. Filés, de las naciones a las redes.
de Ugarte, David. Los futuros que vienen.
Dewey, John. Experience and Nature.
Dreikurs, Rudolf. Social Equality: The Challenge of Today.
Eco, Umberto. El nombre de la rosa.
Fernández, Natalia; Rodríguez, María; de Ugarte, David. El modo de producción P2P.
García Gual, Carlos. Epicuro.
Gombrich, Ernst H.; La Historia del Arte.
Himanen, Pekka. La ética del hacker y el espíritu de la era de la información.
Kropotkin, Piotr. La conquista del pan.
las Indias. El libro de la Comunidad.
Leguin, Ursula K. Los desposeidos.
Marcuse, Herbert. El hombre unidimensional.
Marx, Karl. Introducción a la crítica de la Economía Política.
Marx, Karl. La ideología alemana.
Marx, Karl. El capital.
Morris, Desmond. La felicidad.
Robb, John; The american way.
Soderqvist, Jan y Bard, Alexander. Netocracia: la nueva élite del poder y la vida después del
capitalismo.
Sterling, Bruce. Islas en la red.
Sterling, Bruce. Shaping things.
Urrutia, Juan. Aburrimiento, rebeldía y ciberturbas
Urrutia, Juan. El capitalismo que viene.
Urrutia, Juan. La lógica de la abundancia.
Urrutia, Juan. Nuevos territorios.

Notas
1. Mirar el compartir desde el punto de vista de los costes marginales ilumina también algunos
ángulos oscuros del fenómeno comunitario. Sabemos que una de las claves de la capacidad de
resistencia y resiliencia de la experiencia comunitaria a lo largo de la historia se ha sustentando en la
capacidad para disfrutar de esos «destellos de abundancia» de forma continuada. Sabemos también
que aunque el número de Dunbar marca un límite total de 148 miembros al tamaño de una comunidad
real humana, las comunidades realmente existentes tienden a tener «umbrales» en su crecimiento, los
llamados números sub-Dunbar (6, 12, 20, 30, 60, 80). ¿No estarán relacionados los números sub-
Dunbar con umbrales similares al de nuestro ejemplo? [Volver]