Según Sócrates, por lo tanto, la tarea de la dialéctica (y, por extensión, de la ciencia) es alcanzar
los conceptos generales por medio de comparación entre hechos particulares. El procedimiento
aboga, en definitiva, por llevar al sujeto al descubrimiento de la verdad, una verdad interna, que
sale a la luz (mayéutica) gracias a una inteligente sucesión de preguntas y respuestas. Dice
Sócrates, según Platón, en el Teeteto (150): “Lo mejor del arte que practico es, sin embargo, que
permite saber si lo que engendra la reflexión del joven es una apariencia engañosa o un fruto
verdadero”. Pero Sócrates no afirma nada, sino tan sólo interroga, pues Sócrates se confiesa
ignorante (su famosa cita sobre el saber...). La intención, más incluso que alcanzar un saber
determinado, es liberar al sujeto de una situación en la que él cree saber pero que, en realidad,
no es así. Sócrates no enseña nada, sino que extrae del interior de cada uno de nosotros los
conocimientos para, así, poder juzgar si nuestras respuestas son o no adecuadas. Por lo tanto, la
mayéutica descubre que el fundamento del saber radica en nosotros mismos, al que accedemos
en virtud del diálogo. (Son evidentes, también, las conexiones entre esta noción socrática y la
teoría de la anámnesis platónica, que ya vimos en a ocasión )
La palabra mayéutica designaba, en origen, el arte de las comadronas de dar a la luz a las
parturientas (la madre de Sócrates, según dice su alumno Platón, era precisamente una de estas
comadronas). La analogía con su aplicación a la filosofía es curiosa. Las comadronas ayudan a
dar a luz hijos que ellas no han engendrado, sino que se hallan en la matriz de otras mujeres. De
la misma forma, Sócrates, interrogando a sus interlocutores, “da a luz” ideas que, afirma, no
proceden de él, sino que residían en la mente de aquellos, pese a que ellos mismos desconocen
su existencia.
De aquí parte también el sentido de su frase, grabada en el frontón del templo de Delfos:
“Conócete a ti mismo”. Hay que descender hasta nuestras interioridades más profundas y
extraer de ellas, mediante el diálogo con nuestro espíritu, las verdades permanentes.
Hoy, por desgracia, son pocos quienes siguen el consejo y el método socrático. Dejamos que
sean los demás, los otros, quienes nos digan y expongan las verdades trascendentales para
nuestra vida. A veces proceden, esas voces sustitutorias de la nuestra, de la enseñanza; otras, de
los medios de comunicación; otras más, de instituciones gubernamentales; y aún hoy, de salmos
y textos sagrados proclamados desde púlpitos parroquianos. Dejamos que los demás nos
descubran la realidad, el sentido y la verdad. Quizá por pereza, inercia o extravío, pero con la