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"¡Que esa lengua maléfica permanezca silenciosa de ahora en
adelante!
Permanecerás en silencio y sólo hablarás cuando te hablen, y
hablarás como mucho con sonidos cortos, con lo último que
oigas!".
Y así la pobre Eco, viéndose privada de su gran don, se retiró para
siempre a las montañas y sus cavernas.
Un día, Eco dio con Narciso una mañana de primavera, justo
cuando el joven estaba luchando con un ciervo al que acababa de
capturar en sus redes, sólo pudo mirarle, y no hablar. Y así, sólo
miró. Por sus venas, corrió el deseo. Aun cuando deseaba con
todas sus fuerzas seducir al hermoso joven con sus dulces
palabras, sólo pudo mover sus labios en vano.
Narciso notó que le miraban. "¿Quién eres?" gritó.
"Eres, eres, eres…" respondió Eco, que sólo acertaba a repetir lo
que le decían.
"Déjame verte" dijo el muchacho.
"Verte, verte, verte…" dijo Eco.
Intrigado, Narciso gritó: "¿Cómo te llamas?"
"Llamas, llamas, llamas…", contestó la ninfa. Y, incapaz de
contener su deseo, salió de su escondrijo y se acercó mucho, al
hermoso joven quien, como ya estaba algo acostumbrado a estos
comportamientos, se rehizo y se liberó rápidamente de su abrazo,
perdiéndose en lo más profundo del bosque, dejando sus redes de
caza tras él.