—Huele así un poco como a cebollas —dijo Antón.
Sus ojos empezaban a lagrimear y le picaba la nariz.
—Es que las cebollas son el ingrediente principal —aclaró ella—. Además, lleva
también colmenillas pestilentes y brotes hediondos.
—¡liiih! —exclamó Antón.
Anna puso una cara ofendida.
—¡Pensaba que te gustaba!
—Sí, sí —dijo Antón asustado—, sólo que es algo... inusual.
—¿Y si ponemos música? —preguntó Anna.
—¿Mu... música? —murmuró él, mirando a la puerta—. ¿Sabes?, mis padres piensan
que ya estoy durmiendo.
—Ah, vaya —dijo Anna, decepcionada.
Pero después su rostro se iluminó de nuevo.
—Yo quería leerte algo —exclamó—. ¡Una auténtica historia de amor de vampiros!
Sacó de debajo de su capa un montón de hojas amarillentas y las alisó
cuidadosamente. Antón vio que estaban esmeradamente escritas con una caligrafía
infantil, grande y redonda.
—¿Es tuyo? —preguntó.
Ella bajó los ojos.
—Sí —dijo con voz apagada. Y empezó:
«Había una vez un rey y una reina que deseaban muchísimo tener un hijo. Pero
nunca tenían ninguno. Pero un día que la reina estaba en el baño apareció en el agua
una rana, que saltó a tierra y le dijo: "Tu deseo será cumplido". Y antes de que pasara
un año, la reina dio a luz un varón. Como se alegraron tanto, celebraron una gran
fiesta a la que invitaron a todos sus familiares, amigos y conocidos, y también a las
mujeres sabias, que debían traer suerte al niño. Pero había en el reino trece mujeres
sabias y, como sólo había platos dorados para doce, una de ellas tenía que quedarse
en casa. La fiesta se celebró con toda pompa y cuando terminó las mujeres sabias
obsequiaron al niño con sus dones: la una con salud, la otra con inteligencia, la tercera
con belleza, y así en todo aquello que es deseable en este mundo. Cuando once de
ellas habían dicho sus oráculos, entró la decimotercera, que no había sido invitada, y
gritó en voz alta: "¡El príncipe se pinchará con un huso a los quince años y caerá
muerto!". Entonces se adelantó la duodécima, que aún no había hecho su regalo.
Como no podía levantar el maleficio, sino sólo suavizarlo, dijo: "No morirá, sólo
dormirá cien años".
—¿Cómo? —dijo Antón, al que la historia le resultaba conocida—. ¿Un sueño de cien
años?
—El rey, que quería salvar a su niño querido de la desgracia, dio orden de que todos
los husos del reino debían ser quemados. Sucedió que el día en que el príncipe cumplió
los quince años, el rey y la reina no estaban en el palacio. Entonces él se dedicó a
explorar y, al final, fue a dar a una vieja torre. Subió la estrecha escalera y llegó a una
pequeña puerta. En la cerradura había una llave oxidada, y al hacerla girar se abrió la
puerta; allí, en una pequeña cámara, estaba sentada una vieja mujer hilando hilo con
82