Así que, con infinito cuidado, los aldeanos condujeron a sus burros por los
escalones de la iglesita hasta la orilla de Hespérides. Pero evidentemente la vacación
les había sentado demasiado bien a los burros y el potro. Se mostraron aún más
reacios a entrar en el agua que cuando los llevaban los niños, con el resultado de que
la playa tomó todas las apariencias de un rodeo incontrolado, lleno de aldeanos
empujando y tirando y luchando por meter en el agua a sus burros. A poco de
iniciarse la cuestión el alcalde recibió una coz de su potro en el estómago y tuvo que
ir a tumbarse al pie de un ciprés para reponerse, dejando a Amanda y David la tarea
de meter en el mar a sus bestias de carga. Pasado cierto tiempo, sin embargo, la
flotilla de barquitas pudo regresar remando a tierra firme, con la hilera de burros
recalcitrantes nadando detrás, hasta el fondeadero. Allí se había congregado el resto
del pueblo, que les recibió con esa clase de ovación que normalmente se reserva para
despedir la primera salida de un gran transatlántico. Todos tenían que tocar a los
burros y darles palmaditas, todos exclamaban qué milagro había sido encontrarlos y
qué listos eran Amanda y David. Por fin llegaron agotados a la plaza del pueblo,
donde el alcalde, en un arranque de generosidad sin precedentes, mandó llevar una
botella de su propio vino para brindar por Amanda y David. Solemnemente se brindó
por los niños, y luego, mientras bebían, los aldeanos les aclamaron con gritos de
«¡Bravo!», «¡Hurra por los niños!», «¡Vivan los rubitos!» y otros por el estilo.
—No se le olvidará a usted la recompensa, ¿verdad, señor alcalde? —preguntó
Amanda dulcemente, dejando el vaso vacío sobre la mesa.
El alcalde, que hasta ese momento era todo sonrisas, dio un respingo y casi soltó
el vaso.
—¿Recompensa?—dijo—. ¿Recompensa?
—Acuérdese, lo que ponía en los carteles —dijo David—. La recompensa de
veinte mil dracmas.
—¡Ah, eso! —dijo el alcalde—. Ah…, hum…, sí, pero eso era para que se
destaparan los comunistas. Era una trampa, por así decirlo.
—Te lo avisé —susurró David al oído de Amanda.
—Pero, señor alcalde —dijo Amanda con firmeza—, en los carteles dice muy
claro que pagarán ustedes veinte mil dracmas a quien les informe del paradero de los
burros. Nosotros no sólo les hemos informado de su paradero, sino que les hemos
llevado hasta allí. Así que tenemos derecho a la recompensa.
—Pero, hijitos míos —dijo el alcalde, empezando a sudar—, todo eso era una
broma.
—No era una broma, y tú lo sabes —dijo severamente Papa Nikos.
—No, no, no era una broma —dijo Papa Yorgo.
—Tú te ofreciste a pagar la recompensa, y la tienes que pagar —dijo Papa Nikos
—. Estos niños se la han ganado.
—¡Claro que sí, se la han ganado! dijeron a coro los lugareños.
Página 92