fauces; espíritus alados de aspecto repugnantísimo ayudan a impulsar las dos últimas
ruedas del vehículo estrafalario.
Un atronador ruido precedente la estampida del carro, que baja precipitado,
chisporroteando los cascos de los caballos, en las piedras de la calle de Sopeña. Al poco
rato, una nube de olor a azufre, envuelve al carruaje, el cual se pierde, dejando una estela
de humo a su paso. Y lo más extraño, no es precisamente la aparición del Carruaje, sino
la carga que lleva: un alma en pena corporizada en un esqueleto, al que cubre un sudario
blanco, y que son un látigo en la diestra fustiga desesperadamente a los caballos, que
producen un ruido ensordecedor.
Pasada aquella momentánea aparición, ávidos, los vecinos se arriesgan a correr los visillos
de sus ventanas y balcones: unos, los más osados, se atreven a salir a la calle e indagar
las causas del suceso, que noche a noche se repite, pero sólo alcanzan a percibir el
insoportable hedor que ha dejado la maldita aparición.
LA CARROZA DE DON MELCHOR CAMPUZANO
Procedente de la Madre Patria, vino a establecerse a Guanajuato un aventurero de nombre
Melchor Campuzano, honrado, activo trabajador a carta cabal.
Habiendo amasado ya una regular fortuna, pensó en asociarse con otros dos españoles,
ricos a su vez, a fin de emprender negocios de pingües utilidades, y antes de regresar a
España, uno de tales socios, don Manuel de Cabrera, falleció de una manera repentina,
dejando una enorme fortuna, la cual dispuso en su testamento que se distribuyera
pródigamente entre la gente humilde, designando para el caso, en calidad de albacea
ejecutor de su ultima voluntad, a su socio, don Melchor Campuzano, en atención a su
acrisolada honradez.
Llevó éste a cabo la repartición encomendada, con tanto tino, que la fortuna de don Manuel
de Cabrera enjugó muchas lágrimas de hambre, ayudó a innumerables menesterosos,
enfermos y hogares, que bien pronto las bendiciones de al gente cían profusas sobre la
mano bondadosa da do Melchor Campuzano, que no sólo agotó las arcas de don Manuel,
sino que de su propio peculio, prorrogaba la tarea que se la había encargado.
Pero las malas lenguas, que nunca duermen, propalaron la versión de que don Melchor
repartía avariciosamente la fortuna de don Manuel, de la cual separaba gran parte para sí,
acrecentando sus riquezas, robándose lo que le correspondía a los pobres, y privando así
a los necesitados, de lo que el magnánimo don Manuel les había legado.
Sabedor don Melchor de aquella miserable calumnia, montó en cólera y decidió vengar la
afrenta cesando la repartición de dinero que se había echado a cuestas, no obstante que
sus caudales eran inmensos, y dio orden de que su solariega residencia permaneciera
siempre muda, silenciosa, sorda a cuento ruego implorante se escuchara, y aún más, con
inaudito alarde de egoísmo, dispuso que las obras de sus opíparas comidas, que
acostumbradamente se repartían entre los pedigüeños, se tiraran a los animales, en sus
pesebres.
Unos cuantos años después, moría don Melchor Campuzano, siendo su sepelio muy
concurrido, merced a que disfrutaba a al aristocracia de su época, de un lugar entre los