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de la mañana, pero la calle estaba poblada de
otros perros olisqueando por aquí y por allá.
—¡Hey! —le ladré a un terrier blanco—.
¡Hey! ¡Aquí! —volví a insistir, pues quería
conversar con él sobre el mundo que nos
rodeaba.
El terrier se dio vuelta, me miró y trotó
directo hacia mí y, al contrario de lo que me
imaginé, se acercó rápidamente y, en un ritual
casi mecánico, me olisqueó el trasero.
No puedo describirles el asco que me
produjo, bajé mi cola y giré en 180 grados,
intentando evitar ese hocico intruso; pero el
muy cochino dio la vuelta y volvió a hundir su
hocico en mi nalgas. En eso nos pasamos un
par de minutos bien extraños, en los que yo
intentaba esconder mi trasero y él me
perseguía para olerlo.
En la confusión llegaron otros, muchos
otros perros, de diferentes portes y caras, y
todos, sin excepción, repetían el mismo ritual,
apuntando su hocico directo al trasero.
—¡Pero qué manía tienen! —alegué en el
preciso instante en que tuve enfrente un
enorme trasero de pastor alemán, y ¡vaya!, la
vida da sorpresas. 21
Ahí, mientras mi nariz visitó sus nalgas,
descubrí que se trataba de una chica, que tenía
la misma edad mía, o un poco menos, y que se
alimentaba, al igual que yo, con la comida que
sale de los platillos dispensadores.
Después de eso, me alenté con otros
traseros y no sé cuánto rato habré estado, pero
de pronto todos se largaron. Sin advertencias
ni nada, se fueron tan rápido como habían
venido y me quedé con un cocker spaniel
peludo y pailón, absolutamente sordo.
Le pregunté:
—¿Conoces el mundo que nos rodea?
El cocker spaniel me miró como si
hablara una lengua muerta. Entonces, gruñí
más fuerte:
—¡Que si conoces el mundo que nos
rodea!
Sus ojos se abrieron pavorosos y
emprendió retirada trotando hacia una plaza.
De lejos me gritó:
—¡No!, no me gustan las correas.
Yo pensé que estaba loco y le ladré in-
dignado:
—¡Hey! ¡Hey! —es que me carga que me
dejen hablando solo, pero él ni siquiera se dio